Parece que el diario encuentra su fin y su principio al final del año, que con el calendario las páginas del cuaderno también se arriman a la circularidad. He de decir que esta estructura, de salvífica y renovada disposición, es como esa piedra de sol milenaria, como el agua bautismal de los ritos, como el diluvio calcado en las tradiciones ancestrales. Así el acuífero en que reposan estas letras, renovador pero estático, de solemne fisonomía raquítica. Índice de un mismo espíritu.
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¿Es acaso poema meditabundo este diario o umbral de lo anhelado?
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Vivimos y morimos y anhelamos. Esta hora, en la mañana, aún sin contar con el prodigio de la luz solar, se ha convertido en una suerte de anaclusa en la que puedo imaginar, por ejemplo, que hoy terminaré de escribir el poema que menciona los espejos de Borges; el que incluye el verso de Virgilio o la obsesión última con la vida y la moral de Tólstoi. Lo hago todo, escribo, en pie, rodeado de gente que fuma y que parece dormida, transidas sombras en silencio.
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Exactamente como en este momento. Desde el derrumbe y el corifeo de voces perturbadas por las sombras. Son sombras ellos mismos, especulares sueños de rabinos y demiurgos, retruécanos metonímicos de su luz embaucada y robada de la tierra.
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La más pura, la de la tierra, la que prende desde lo oscuro la claridad en sí. La más pura e impertérrita. La verdácea signatura de lo vivido.
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