REPARO en "espetar" toda vez que F. arroja su mano al verde del lomo del Tesoro de Covarrubias. Al abrirlo, me encuentro con este verbo que, en la actualidad, tengo por mediterráneo y malagueño; leo, con suma atención, los posibles sentidos éticos y las definiciones que ofrece este libro de consulta indispensable. Me quedo con una de las últimas acepciones, aquella que relaciona el universo semántico del vocablo con lo alusivo a los que parecen haber tragado algún espeto o asador o virotes y bien o van "envirotados" o bien "espetados"; en cualquier caso, ese individuo casi amargado de suyo que de ordinario es un gran necio, malcriado y, en mejor decir, malquistos.
Estos último son legión, abarrotan las plazas públicas, ya sean en lo ordinario como en las capillas literarias; son en otros términos "mal queridos", para mí, siniestros. Individuos siniestros que transmiten un halo que no puedo soportar ni en la cercanía física ni en la lejanía intelectual; son acaso garrapatas que no se apean ni apenan, que siguen y prosiguen en su insuficiencia y además germinan la total desarmonía. Nada en ellos es grato, antes al contrario, la falta de unidad y su detestable ética no hacen más que deleznable el mundo circundante. Un mundo del que no ven, no sienten, no poseen consciencia.
Y por este y otros motivos, me aparto de todo y dejo de estar donde estos quieren estar; y dejo de ser donde estos quieren ser. No puedo ser ahí, como diría Parménides ni estar en esos arenales infames. Persigo la indolencia, el estado primigenio en que la luz carece de relato, en que el origen se asemeja a un círculo laberíntico de diluciones continuas.
La unidad del individuo es plena en su soledad única; es unitaria en su meditar continuo del ser; es armónica si se hace polifonía con otras voces fundamentales; es atrevida porque está fuera de su tiempo y es manifestación del estar siendo porque nunca nadie de sus días logró concebirla.