SIENTO una envidia
incontrolable cada vez que el poeta A.G.L. me escribe. Lo hace a mano, sobre un papel escogido y sus
cartas llegan tan personales, tan suyas.
Le comento a M.C.
esta circunstancia. Ella, que tan apartada está del mundo digital, asiente y su cara comienza
a esbozar una sonrisa de confirmación, de cierta placidez ante esta nueva
tentativa.
Dice que quiere
ayudarme a escoger el papel, el tipo de sobre, la tarjeta de presentación y el
pequeño ex libris que acompañará, a
partir de ahora, las misivas que envíe a
los amigos y allegados.
Serán a mano, por supuesto, pues deseo que los amigos
se sientan queridos con mis torpes palabras como me siento yo,
escogido, cuando el poeta A.G.L. ha dedicado unos minutos a realizar un manuscrito
para que lo pueda leer y aprender de su maestría.
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COMO afirma Marcel Proust
en Por la parte de Swann, primera de En busca del tiempo perdido, a la mente corresponde
“encontrar la verdad”, una circunstancia que provoca “todas las veces que la mente se siente
sobrepasada por sí misma, cuando ella –la que busca- es al mismo tiempo el país
obscuro en el que debe buscar y en el que nada le servirá todo su bagaje”.
Hoy, como si
estuviera emulando el rescate de la memoria, junto a una taza de café, se han
establecido unas relaciones literarias en que los personajes se han
transformado en el mismo sujeto. Por ejemplo, el personaje de Proust, de Thomas
Mann, de Rilke, de Dante, de T. Bernhard o de Cervantes. Todos ellos sufren una
metamorfosis desde lo ficcional hacia lo ficcional, de tal modo que en ese
ahondamiento, el ser cuaja en ellos mismos. Todos estos personajes, en algún momento
de la narración o de la versificación, se despojan de sí y se convierten en
seres puramente seres, en literatura con consciencia de ser literatura. ¿Podrá el hombre despojarse del ser para ser en plenitud?
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ESA sensación es la que procura la palabra poética, la misma que sobrecogió al
personaje de Proust cuando tomaba té. El personaje sufre una metamorfosis en la
materia de su vida: la literatura. Al igual que el personaje de Thomas Bernhard
en El Malogrado, los seres
ficcionales consienten una doble transformación, pues pasan de seres creados a
ser la creación misma, en sí.
En palabras del niño proustiano acerca de la
influencia de la realidad sobre él, afirma: “Al momento me había vuelto
indiferente –como hace el amor- a las vicisitudes de la vida, a sus inofensivos
desastres, a su ilusoria brevedad, colmándome de un esencia preciosa: o, mejor dicho,
esa esencia no estaba en mí, sino que era yo”.
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ESA mezcolanza de tiempos avenidos y fusionados, ese lugar de la memoria, esa fusión
y posibilidad perpetuas, es la misma que escribe T.S. Eliot en Four Quartets.
El
mismo caso que ocurre en los versos de Baudelaire, en el poema titulado "Élévation",
en versos cristalinos y maravillosos: “aquel cuyas ideas se elevan como alondras/, libremente
hacia el cielo del claro amanecer; /-sobrevuela la vida y entiende sin
esfuerzo/ la lengua de las flores y de las cosas mudas.” La clave de estos
versos del escritor francés reside en el entendimiento "sin esfuerzo": es el entendimiento de la
claridad, el silencio y la soledad convocados.
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QUIZÁS
todo esto pueda resumirse en las palabras que aparecen en Doktor Faustus, de
Thomas Mann. En esta novela prodigiosa que, con el tiempo, se va agrandando y
haciendo imprescindible, puede uno leer las siguientes afirmaciones: “En arte,
lo subjetivo y lo objetivo se entrelazan hasta el punto de no ser posible distinguir
uno de otro. Lo subjetivo surge de lo objetivo, adquiere su carácter y
viceversa. Lo subjetivo se formaliza en objetividad y vuelve a adquirir espontaneidad,
dinamismo, por obra del genio.”
Estas palabras de Adrian Leverkühn recapitulan esa experiencia del ser que se
produce en el arte. Con Antonio Colinas, creo que la poesía debe ser una
experiencia del ser y de la palabra, una reflexión de la condición humana que
se inserte en la objetiva armonía del cosmos anhelante desde la subjetiva figuración de la palabra. Cuando el individuo
tiene atisbo de que está inserto, de que merodea, de que se acerca a esa armonía profunda y
clara al mismo tiempo, queda turbado y cariacontecido, pues le viene la consciencia
plena de la mortalidad de la palabra y, por ende, de sí mismo en una especular élévation.