domingo, 10 de febrero de 2013

DESDE su étimo, "confesar" significa admitir alguna cuestión frente a otros, es decir, hacer pública la palabra que testimonia alguna acción individual. Pienso en ello cuando comienzo a escribir en este diario, en la fría mañana de invierno de dos mil trece, cuando E. y M.C. duermen todavía y la casa parece recogida en su melancólica presencia, los libros no están aún entonando la armonía de sus páginas y la luz, la lábil luz que amanece, comienza apenas a penetrar entre las rendijas de los ventanales. Esa luz entra cadenciosamenente; primero arropando a un objeto; luego expandiendo su cuerpo por entre las baldosas del suelo. Allí comienza a restallar una luminosidad que me despabila de esta ensoñación. Es entonces cuando comienzo a confesar una verdad, mi verdad, sobre la vida. 

La vida para un hombre es su vida. Entre la universalidad y la individualidad se dirime su propia consciencia. Es una continua contraposición de perspectivas: esto o lo uno, mi o el tiempo. Mi, el, este, Lo, yo, el hombre mismo. Quizás, el escritor que encuentra la tonalidad en la que se conjugan las dos dimensiones del individuo es el que completa con su canto o con su palabra la confesión más plena y verdadera. Esa confesión no debería decirnos únicamente lo que hay del escritor de marras en concreto, sino lo que hubiera de cualquier mortal que se acercara al tema en cuestión. El escritor o el poeta tienen la responsabilidad ética-estética de no decir de cualquier modo, no vejar al verbo con cualquier expresión, sino lustrarlo, renovarlo, nombrar con la creación misma y profunda. Lo uno y lo individual, lo finito frente a lo infinito, lo decible y lo inefable.


He distinguido entre palabra y canto. La primera le pertenece al escritor. Al que mantiene su constante manía de escribir a diario: novelas, nivolas, diarios, narraciones varias. Algunas de estas creaciones pudieran acercarse al canto, que es la poesía. El canto es un sucedáneo intermedio entre la palabra y la música, una armonización del verbo y de la música. No puede someterse a ningún método, no hay en él visibles arquitecturas que puedan imitarse sin más, sin caer en ridículos, pero, cuando nombra desde el centro indudable, logra lo que nunca logrará la palabra del escritor. El canto es polifónico, la palabra monódica. 

Por tanto, hoy, en esta mañana de confesiones a la luz del sur, podría llegar a la convicción de que el individuo es monódico y que el ser es polifónico. Palabra y canto. A cada uno, su expresión, su creación: palabra y canto.