SIEMPRE que paseo con E. comprendo mejor la vida. Ayer estábamos los dos paseando por la tarde cuando todavía el sol se regodeaba por las esquinas del aire. Nos acompañaba un silencio de trino y parecíamos estar disfrutando de nuestra mutua compañía. Éramos nosotros mismos al albur de nuestros pasos, sin más mediaciones que la visión vespertina del mundo que nos acogía. El viento pegaba en el flequillo y nos despeinaba, pero E. levantaba su manita para volver a colocárselo y reía. Qué aprendizaje, me decía, qué lección de impunidad.
Recordé, cuando E. decidió dormir un rato, a R. Walser y también a Rilke. En la vida de Walser, el paseo fue una incisiva acción que influía incluso en el ritmo de su prosa. Escribía como si estuviera paseando entre aquellos montículos de nieve, escribía amparado por la respiración entrecortada de un paseo que, de repente, se convierte en marcha forzada. Rilke paseaba por el acantilado de Duino cuando necesitaba alejarse de sí mismo, cuando necesitaba volver a encontrar el ser que lo hacía poeta.
El paseo, el paseo sin norte ni brújula, sin destinos prefijados. La vida misma, me digo, la vida acompasada por el compás de nuestros cortos pasos, por el compás de un pequeño avance que especula con nosotros en un supuesto avance que siempre tiene un retorno.
E. dspertó con sigilo. Me lanzó una mirada con el recogimiento y la satsfacción de haber estado juntos, en la tarde, quizás ensoñando lo que de momento es la realidad para ella. Me pregunto si esa realidad no es, en puridad, la misma que me azota y me devuelve la melancolía de ahora. Fuimos, los dos, encumbradas melodías de la tarde sonando en la armonía tácita del amor.