NO sé si movido por los libros últimos que estoy leyendo de Baroja o porque ya voy descreyendo de todo lo cercano, cada vez soporto menos, y así lo expreso, la podredumbre de espíritu, la falta de amor, la ausencia de ética viva en un individuo y la presencia de la vanidad. Enumerado así, pareciera que estoy reescribiendo algún pasaje de La busca en que Manuel Alcaraz o Roberto Hasting estén describiendo una galería de individuo arremolinados y amontonados grotescamente, pero así lo vivo en estas semanas. Hace un tiempo soportaba no sin estupor cualquier situación o circunstancia, ahora, -quizás la edad es la llama-, no puedo sostener el silencio sin al menos alguna palabra o consideración.
Es tan soez el mundo, es decir, los individuos que lo habitan, que no hacen más que reproducir las miserias permanentes, como la envidia o la vanagloria. Sin embargo, lo que más me ensalza y entristece, no es la presencia de este tipo de actitudes, sino las ausencias, la falta de amor, de amistad, de sensibilidad, de consideración, de educación, de cualquier atisbo que ennoblece a cualquier ser que comienza a hablar y a expresar. De los que se espera, al menos, comprensión, bien porque son familia o bien porque han convivido los momentos decisivos es fatal el resultado, pues elevan estas actitudes mencionadas hasta la misma boca de la ruindad.
Termino leyendo en la madrugada Un hombre que duerme de Georges Perec. De Perec siempre he aprendido formas diversas de entender la realidad más cercana. Y eso, para poder escribir, es fundamento. En este libro que menciono, más allá de los procedimientos narrativos y técnicos que utiliza el autor, lo que más me atrae es el llamado punto de vista, esto es, cómo un individuo decide, una mañana cualquiera, que ya no volverá a salir de su habitación, que abandona el mundo circundante para terminar de explorarse por de dentro. Este planteamiento, -de resonancias kafkianas y de Musil y de Bove y de otros tantos narradores predilectos para mí-, me reconcilia con la narración, con la novela. Me recuerda mucho al comienzo, -que tengo por prodigioso-, de El Pozo de Onetti y a la atmósfera significativa que entorna la narrativa de Kafka e incluso de Chéjov.
Vuelvo a ordenarla pero, al poco tiempo, vuelve al desorden habitual. La mesa va encumbrando aquellos volúmenes a los que acudo de continuo. Las mismas voces, distintos libros cada vez; los mismos versos, en el mismo orden sintáctico, con la misma selección léxica, con las mismas estrofas, los mismos párrafos, pero tan distintos en cada lectura, tan distantes en cada relectura. La transformación y la permanencia. la lectura es acción y permutación y el terreno en que sucede aquello es lo que llamamos ser lector.