QUÉ extraño es todo para un escritor excepto leer. Cada vez me incomoda más todo lo que envuelve, intencionadamente o no, la literatura. Antes, parecía que estas inoportunas circunstancias me remordían menos la consciencia, ahora, cada vez más, con más ahínco y persistencia, no las soporto y así las manifiesto. Hay una verdad irrenunciable en la escritura y ella solo conduce, gracias siempre a la lectura, a un proceso coronario, sístole y diástole ineludible.
Todo ha caído en una extrema falsedad de la que no deseo compartir nada. La literatura y, en el fondo, la ausencia de cultura es un bien que debemos proteger como un arqueología del saber. Hace unas décadas, la poetas rehusaban de los que hablaban de Venecia o de los museos del mundo o de la belleza de Simonetta Vespucci o del atardecer en Praga o de los dones perennes de la música en el verso o de los dorados aires que afilan la belleza renacentista y fue entonces cuando comenzó la decrepitud y la confusión.
En todo caso, estas líneas son salutaciones de optimismo. Hay verdad todavía en la literatura, pero esa verdad está resguardada en los libros antiguos. Leer a Virgilio, a Petrarca, la filosofía presocrática o a Platón es, en estos años, un acto de revelación suprema contra el bullicio del mundo. Eso sucede en la soledad, en el silencio instaurado de la certeza, pero resuena en el axioma ilimitado del origen bello y justo de la armonía que nos hace.