
Un almuerzo de empresa (ya sea privada o pública) roza la indecencia y, en muchos casos, un comportamiento primitivo. El almuerzo o la cena consiste en la reunión de todos los trabajadores de la empresa para festejar, ¡qué se yo!, las navidades. Nefasta interpretación de los ritos, estos almuerzos, o cenas. Si entro a analizar el menudeo que se produce en la mayoría de ellos, no haré más que agudizar mi fobia. No sé que fuerza mayor o anunciadora mueve al organizador, porque existe la figura del organizador. Pongo por caso que el organizador es alguien que no se ha dirigido a ti en todos los días pasados o que, en buena medida, ha evitado cualquier tipo de encuentro eventual. El mismo que ha prodigado su cara de enfrentamiento con el mundo o con la política cualquiera. Creo que ni siquiera Kafka, en su prodigio, mejora la metamorfosis que sufre el señor. Cuando este Gregorio Samsa ha pedido el presupuesto en los sitios en donde es conocido, los cuelga en un tablón para que la gente vote según sus preferencias: carne o pescado, copas o sin copas, este lugar o el otro, etc. Recién decidido el menú y el lugar del almuerzo, todo se obceca a favor del “día del almuerzo”. Claro, luego viene el envés de la moneda, esto es, los que decidimos no apuntarnos en la lista porque…por causas diversas. De momento, a los que van no se les pregunta en público, “oye, ¿por qué vas al almuerzo?”, ya que estoy seguro de que las razones serían más débiles que las que cualquiera de los que no van les daría. Aunque pensándolo bien, todo se puede extrapolar a otras situaciones de la misma ralea. Ya saben, no puedo contarles cómo son los almuerzos en vivo porque no suelo ir a esos eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa.