miércoles, 22 de agosto de 2012

SON golpes ponzoñosos, a veces, palabras hirientes como afiladas escarchas; otras, acciones ajenas que nos llegan y perturban. En todo caso, esa condición del hombre, demediada y bicéfala. Lo vulgar y lo trascendente, la bajeza moral y la creación del logos, la falacia social y las bellas letras. Todo ello está en todos los hombres, pues es la especie, la humanidad, la que justifica la existencia de un hombre solo y es por ella por la que tomamos nuestra existencia, esto es, el sentido de nuestra naturaleza. 

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MACEDONIO Fernández, en su prodigioso libro titulado Museo de la novela de la eterna, afirma, en la "Dedicatoria a mi personaje la Eterna, lo siguiente": 

"La Realidad y el Yo, o principalmente el yo, la Persona (haya o no Mundo) sólo se cumple, se da por el momento altruístico de la piedad ( y de la complacencia) sin fusión, en pluralidad". 

La pluralidad, eso mismo. Nos situamos en la dialéctica del mundo, en el terreno vasto de las artes: La Realidad tamizada por las matemáticas artísticas y el Yo que las contempla. No podemos olvidar que el escritor deja de serlo para convertirse, de inmediato, cada vez que cesa en su escritura, en lector. Es un hombre doblemente demediado, como ser social, como ser individual. Parte de la naturaleza del arte termina siendo en él, al transformarse.  

Platón, que adelantó al hombre la concepción del mundo venidero, nos legó un relato de lo mismo en su República y, por lo menudo, en cada uno de sus Diálogos, porque, como dice Macedonio, "es indudable que las cosas no comienzan cuando se las inventa". Pudiéramos pensar que Todo es ya antiguo desde el propio momento de su creación, que no es más que un sucesivo y material ofrecimiento de un visionario. 

La obra artística como un río de cristal dormido y encantado. Una corriente heracliteana que especula con las aristas de la existencia. El propio Macedonio lo definió con maestría: 

"Todo cuanto es y hay es un sentir y es lo que cada uno de nosotros ha sido siempre y continuadamente". 

Con estas concepciones, el hombre de arte puede instalarse en la corriente de la eternidad. Una eternidad sucesiva, individual, que, a cada paso, va ensanchando sus cauces, vaya ampliando la dimensión de su obra.
Es una fidelidad insoslayable. Caer en falta es perder todo.    
Esa dimensión no es más que la posesión de las consciencias ajenas, esto es, todos los lectores que, al baño de sus aguas, queden transformados, conciben la realidad de forma distinta, como nunca antes (ni solos, ellos mismos), hubieran podido soñarla y vivirla. Es eso mismo lo que nos anuncia Macedonio:

"nuestra eternidad, un infinito soñar igual al presente es certísimo". 

Hubiera firmado Borges esas sentencias de su estimado compañero y maestro de letras. En Historia de la eternidad quizás se encierra una párafrasis de este Museo o , con todo, la propia historia de la eternidad no deje de ser un museo de sucesivas vivencias internas y luminosas. 

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LA imposibilidad y lo inefable deberían ser criterios artísticos, no carencias.

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CON el tiempo, el autor debería leer su obra de forma ajena, como un lector más que, al silabeo de los versos, traiga a su memoria, una leve melodía de lo deseado. 

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TODA creación y recreación es una acción estética, pero los genios terminan por convertirla en una ética completa, esto es, en un arte de vivir. No viven de, ni por, viven en y hacia la literatura. Nada anhelan más que dejar de ser y dejar la palabra para ser, ellos mismos, poesía.  
Puede alguien leer el poema de Antonio Colinas titulado "El laberinto invisible" y comenzar a entender los significados escondidos de las letras borrosas en silencio y en soledad. 

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LEO unos pasajes de De la naturaleza de las cosas, de Lucrecio. Lo hago con parsimonia, con lentitud, escribiendo algunos pasajes, como ahora. En este libro podemos leer y pensar a un tiempo y eso es la plenitud de la palabra. Advierte Lucrecio, valiéndose de los principios de Epicuro, que nada nace de la nada. Así, si extrapolamos esa convicción a las disciplinas artísticas, estaríamos adentrándonos en una convicción por mi parte. Lucrecio lo lleva más allá y nos dice que el miedo reprime a los mortales a creer en la realidad, en los cielos y en la tierra, ya que no conocen sus causas. Conocer las causas de la creación artística sería una doble dimensión e, igualmente, un acto de fe.  
Estas disquisiciones me conducen a uno de los poemas que más tengo en consideración,"Elemento invisible", sobre todo, por la filiación que puede trenzarse con el origen y entendimiento de la poesía. Quiero declarar, al calor de la lectura de Lucrecio, que él persigue situarse en la causa primera de la formación de la realidad concebida y no concebida aún por los seres humanos.Es mi intención, a través de este diario y de las horas de lectura, establecer las cualidades del origen que yo, individualmente, pudiera percibir del centro de la poesía: una especie de cueva de Altamira en que trazo sugerencias y apreciaciones con figuraciones, danzas, enigmas, palabras, acciones. Decía que Lucrecio escribió que no debíamos tomar con recelo sus conclusiones por el hecho de que al ver con los ojos no podamos ver los principios de las cosas. 

Una realidad más allá de los ojos, una razón que no pertenece a lo inmediato, sino que habita en lo profundo. Todo ello, en términos poéticos, puede conjeturarse en el poema de Antonio Colinas titulado "Signos en la piedra":

Verás en ella señales muy leves,
signos dictados por el firmamento,
los símbolos de un tiempo infinito
que va huyendo de ti,
más que a la vez está en tu interior:
revelación del alma que no muere.
  

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DESPUÉS  de todo, abro las páginas del  "Dickens´s notebook". Así titule el cuaderno que me trajeron de Londres, un cuaderno de tapas marrones, con una cinta que ayuda a cerrarlo. En él, al abrirlo, me encuentro con dos versos abocetados que pudieran ser la respuesta como lector de las páginas leídas esta mañana, versos de otro que fui, que sigo siendo, que seré sin tener consciencia jamás de ello:

Una luz con el tiempo tan adentro
que todo lo pronuncie en su origen.