TODO lector, en algún momento, se
siente tentado a escribir. Comienza en los márgenes de los libros que admira.
En esos huecos, que parecen estipulados para un diálogo en la intimidad, el
lector principia su atrevimiento. Una palabra, un subrayado, unas afirmaciones
que, de inmediato, dada su naturaleza verbal, detonan en el lector la
escritura. Su aparición es difícil discernirla, ya que, al igual que la
lectura, se adquiere gradualmente. No llegan la lectura y la escritura
plenamente. Como la música, parece más bien un problema aritmético que se
entrega finalmente a una extasía del espíritu.
A partir de ese instante, puede
que el lector abandone para siempre su condición pasiva, su condición de
interlocutor interno para comenzar un diálogo abierto, con el sonido
quejumbroso de la escritura. En ese instante, su vida estará recorrida, de
arriba abajo, por la sangre de la palabra: leer y escribir como procesos
coronarios.