jueves, 16 de agosto de 2012


TODO lector, en algún momento, se siente tentado a escribir. Comienza en los márgenes de los libros que admira. En esos huecos, que parecen estipulados para un diálogo en la intimidad, el lector principia su atrevimiento. Una palabra, un subrayado, unas afirmaciones que, de inmediato, dada su naturaleza verbal, detonan en el lector la escritura. Su aparición es difícil discernirla, ya que, al igual que la lectura, se adquiere gradualmente. No llegan la lectura y la escritura plenamente. Como la música, parece más bien un problema aritmético que se entrega finalmente a una extasía del espíritu.

A partir de ese instante, puede que el lector abandone para siempre su condición pasiva, su condición de interlocutor interno para comenzar un diálogo abierto, con el sonido quejumbroso de la escritura. En ese instante, su vida estará recorrida, de arriba abajo, por la sangre de la palabra: leer y escribir como procesos coronarios.