miércoles, 1 de agosto de 2012

PASEAMOS con E. frente al Guadalquivir, en la desembocadura, y el río es otro. Como decía Shakespeare, acojamos el tiempo tal y como él nos quiere.  Así también las estampas de la vida con las que uno arroja iluminaciones allí donde creía todo desgastado y en pesadumbre. Recuerdo el episodio de don Quijote en que entra con ojos vendados en la Cueva de la que sale estupefacto tan solo por los efectos del sueño. Así estos paseos, pero con los ojos abiertos de amor, abiertos de un golpe de la vida que todavía rezuma, en lo profundo, un desequilibrio maravilloso nunca vivido.

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DON Quijote decide, en los últimos trancos de su aventura, ya vencido, desvaído de puro cansancio, entregarse a la naturaleza. Es esta otra lección de Cervantes: la vuelta al origen, la vuelta al lugar del que jamás debimos apartarnos. Para ello, decide el personaje, con el embelesamiento cervantino, comenzar a nombrar ese mundo nonato para él. Es así como vendrá a llamarse, según sus deseos, "el pastor Quijótiz" y Sancho, "el pastor Pancino". Es cierto que en Cien años de soledad, de G.G.M., se relata un suceso memorable en que los habitantes de Macondo comienzan a señalar con el dedo y a colocar recordatorios con el nombre de los objetos; pero, después de releer el pasaje de Cervantes, tan mágico, ("el pastor Sansonino", "el pastor Carrascón", "Niculoso", "el pastor Curiambro", etc.) se quedan tantas obras minúsculas, disminuidas en sus efectos, tan a sus pies. Es el fulgor que renueva, el de lo clásicos de la literatura, el de la Literatura que siempre fue y que nunca leemos siendo el mismo, pues nos transforma. 
La literatura es como el tiempo referido por Shapeskeare, nos acoge; somos nosotros lo que la exploramos y vamos tomando su pulso, explorando, como del sueño, vendados los ojos, su aritmética. La literatura es una y es siempre, eso es indudable.   

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AQUÍ, en el centro del laberinto, escuchando los ecos del poeta de Tracia.