LOS libros, en verano, descansan con un fervor desconocido. Pienso que todos se sienten, por momentos, diseños exclusivos, que todos quieren ser ese volumen privilegiado que estará entre las manos durante unos días o semanas y que tendrán, ellos mismos, sus días de oxigenación, asueto y liberación de las apreturas de las baldas. Creo que, en verano, todos se sienten los escogidos, los que serán seleccionados para su introspección y para abrirse, una a una, con sus arterias y venas a la luz perpendicular del Sur.
Pero también conocen ya los gustos y preferencias del hombre que los coloca y de la mujer que los acaricia con compasión. Saben que, desde hace un tiempo, siempre son los mismos los que salen del orden figurado de las estanterías para colocarse encima de la mesa a la espera de poder ofrecer su concierto de celulosa (porque los libros encierran una música en el peso de sus páginas).
Así, en ocasiones, agarro este o aquel libro, los que están en las baldas más altas y los que se esconden detrás de los que aprietan el sitio. Es un acto de compasión. Los rescato porque me identifico con ellos, con esos libros silenciosos, desgajados, humildemente sometidos a la masa que los estruja y atosiga. En nada, sin embargo, influye esa circunstancia, pues ellos siempre se muestran límpidos, dispuestos, en el centro de sus lomos.
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CUANDO sacan de la Cueva de Montesinos a Don Quijote, Cervantes procura dejar bien claro que el personaje sale de la ella con los ojos cerrados ("vieron que traía cerrados los ojos") para intensificar el sentido último del suceso. Estos dos capítulos, el XXII y el XXIII, respectivamente, son dos de los episodios más emocionantes de la literatura universal, pues, encierran una teoría del conocimiento que conecta con una teoría de la ficción.
Tienden a Don Quijote en el suelo y comienzan a intentar despabilarlo, a darle bofetones hasta que vuelve en sí. En ese momento, Don Quijote expresa lo siguiente: " [...]me habéis quitado de las más sabrosa y agradable vida y vista que ningún humano ha visto ni pasado. En efecto, ahora acabo de conocer que todos los contentos de esta vida pasan como sombra y sueño o se marchitan como la flor del campo". El capítulo XXIII es una metalepsis dentro de otra metalepsis -(pues, en el capítulo XXIV, Donde se cuentan mil zarandajas tan impertinentes como necesarias al verdadero entendimiento de esta grande historia, comienza Cervantes: "dice el que tradujo esta grande historia del original de la que escribió su primer autor Cide Hamete Benengeli [...])-, pero, sobre todo, es una vivificación de la literatura, un ejemplo supremo de la gramática de la ficción y una explicación diáfana de cómo se origina la literatura: "el tacto, el sentimiento, los discursos concertados que entre mí hacia, me certificaron que yo era allí entonces en que soy aquí ahora". Cervantes, con su personaje, nos hace descender a nosotros, a través de todas las elipsis, al origen de lo literario. Llegamos a soñar como su personaje, llegamos a soñar con él y como él: somos ficciones mismas en el momento de la lectura.