MIENTRAS daba de comer a E., sonaba Fauré. Ella, que se mantenía extrañamente quieta, con los brazos cruzados sobre su pequeña barriga, hizo que yo comenzara a recordar los paseos por Italia. Pompeya se me vino como del sueño, tamizada de luz entre las lomas. Recordé los paseos vespertinos por Roma y las incesantes visitas al mirador de Perugia desde donde pueden contemplarse la calma y el sosiego verde de toda la Umbria. Las lecturas en el café Sandy y algunos poemas escritos en el cuaderno que me acompañaba cada vez que salía a la calle, a las enormes cuestas de aquella ciudad etrusca. Paseaba, paseaba con E. en los brazos y con la música de Fauré, con la armonía bella de la sangre recogida en un cuerpo, en un circuito que recorremos, como las ciudades, para no quedarnos en él, pero para ser siempre en él.