MONTAIGNE distingue entre el saber y el conocimiento. Lo hace tildando de frío, de anecdótico y de carga para la memoria al primero. Para Montaigne, la erudición que amontona datos consiste en una carga para la memoria que no lleva a ninguna introspección fructífera. Sin embargo, el conocimiento se dirige a la consciencia plena del contenido humano que existe en los hechos y en las palabras. Esta dicotomía es válida para describir el estado de la literatura española en estos años, pues considero que está demasiado sometida a la demostración pública y que está poco estimulada por un afán de conocimiento a la manera de Montaigne. Así, la mayoría de los textos no me parece más que meras muestras de saber de algunos autores que no van más allá, hacia lo que penetra en el ser y lo transforma. Lee uno una novela de estos años y en comparación a cualquier página de Thomas Mann, ¿qué propone?; o un poema de los que se consideran más afortunados, ¿qué es en comparación a un solo verso de Dante? Quizás los escritores y lectores deberían entrar sin ambajes a analizar qué degradación de la cultura y de las letras se ha producido para que las comparaciones, las diferencias, el ahondamiento ético y estético sean tan abisales.
Con esta distinción, lee uno a Montaigne en una atalaya de luminosidad, pues entiende que lo que buscaba en las lecturas era precisamente lo que de humano había en ellas. Deseaba percibir el latido mortal que azuza cada una de las líneas y de los hechos fundamentales de la humanidad y es por eso, precisamente, por lo que sus escritos siguen aún tan vivos y tan frescos. Bien entendido, Montaigne fue un humanista que quiso vivir lo leído, vivir lo conocido.
La fascinación por Montaigne la comparto con Zweig, porque pocos autores han explicado qué leen y cómo les gusta leer. Es un lector virtuoso, comparable tan solo al doctor Samuel Johnson. De sus disquisiciones sobre la lectura, lo que más me atrae es la supuesta arbitrariedad en la selección de los textos para la lectura. Acude aquí y allí, atrapa un libro u otro y los comienza y termina al gusto que marca su placer por lo leído. Dice ser un lector en libertad, tan solo empujado por la atracción. La lectura que comenzó, cuando joven, por la ostentación de conocimientos, fue, poco a poco, situándose en el placer supremo de leer.
No es una profesión, como quieren aparentar algunos en la actualidad, sino una postura vital, una forma de vida en un reino silencioso, que solo responde cuando su gobernador, el lector, levanta la voz de su consciencia en busca de respuestas, de diálogo. Una biblioteca es una metonimia del diálogo total del hombre con sus antepasados, pues en ella encuentra razonamientos antiguos, modernos, ya caducos o ya renovadores y en ellos se enjuaga para renovarse o para reafirmarse en sus creencias. Es este un estado de la lectura recluida, un estado en que domina la ignorancia constante del espíritu que lo anima.
Y a Montaigne lo llevaba a escribir, a escribir sus lecturas, sin más pretensiones que las de dejar rastro de sus someros razonamientos, de sus lábiles manifestaciones frente a la grandeza que no se puede asumir de los grandes hombres de las letras. Hay una única vocación en este estado de lectura: dar forma a una vida con la palabra. Escribir y publicar posteriormente es una forma especular de contemplarse a uno mismo, de tener en la memoria la dimensión de sus miserias.