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EL poeta no debe rendir cuentas a otros poetas, tan solo y únicamente a la poesía. Y en esa rendición se produce el acto de la muerte oculta y del renacer oculto, esto es, de la transformación y de la permanencia.
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NO en el hallazgo sino en la búsqueda debe el poeta conformarse con su tarea, pues de ninguna afirmación ni de ninguna negación absolutas puede el hombre sostener su entendimiento. Hay una leve veladura en la realidad que la palabra va horadando para no se sabe qué; y en esa incertidumbre, por minúscula e insignificante que sea, la única razón en la poesía es la de la noche, la de la aurora.
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LA obra de un poeta debería aspirar a provocar el embelesamiento de los reflejos de la belleza. Como un río continuo, en que no se notan las corrientes fluctuantes, la obra de un poeta debe ser única corriente, irrenunciable prestación del espíritu a la contemplación del todo. En esa convergencia de la materia corporal y sus limitaciones con lo trascendente, el poeta será un rayo luminoso, una breve estación pura, la reclusión armónica de los astros.
Afirma el poeta Antonio Colinas que Leopardi estaba tumbado en un cerro muy concreto y conocido por sus contemporáneos. Prosigue explicando que gracias a esa limitación y finitud, pudo comprender que el infinito es acaso la medición de un espacio imaginario, ocupado por la poesía misma y concebido por la consciencia del poeta en una armonización de sus limitaciones con la realidad intuida.
Creo que, en este poema de Leopardi, se encierra una de las ideas que vengo fraguando últimamente en la mollera. Esa inquietud considero que Leopardi logró expresarla, como muy pocos poetas, dejando a las claras que la primera convicción del poeta debe ser la de su limitación como ser (olvidando con ello el ego) y, toda vez que ha tomado consciencia de ese límite, utilizar la palabra edificando un espacio de misterios y bellezas para trascenderlo.