miércoles, 26 de diciembre de 2012




Es el canto del aire
sonorosa presencia;
es la luz en los ojos
un espejo vacío;
es la tierra en las manos
la figura y el sueño.
Es el centro, la vida
la unidad del encuentro.  


Así el hombre, así su palabra. La palabra nos limita y nos acecha, pero es la paradoja del ser humano. Digo que nos limita, pues la palabra, -como he advertido en este cuaderno en algunas ocasiones- razona con causas y consecuencias linealmente. No pueden colocarse las palabras en un discurso armónico como en la música, no podemos eatablecer los vocablos en el lugar en que queramos, pues están obligadas a aparecer en el discurso por su semántica. Esa conjunción sintáctico-semántica es un prodigio si tenemos en cuenta el número limitado de vocales y consonantes  que poseemos, pero es la absoluta limitación para el hombre.
La palabra aspira a la armonía que es posible en la música, a los acordes de varios sonidos conjuntados y que tan solo al unirse crean nuevas realidades al nombrarlas.

El poeta que se entrega a la palabra únicamente encontrará los límites de inmediato e impreganará su poesía de artificios y retoricismos vacuos y superficiales. Las llamadas "convenciones". Es por ello por lo que, a poco que la filosofía y la música van tomando cuerpo en las lecturas, puede el poeta caer en la cuenta de la ineficacia de la palabra para nombrar. Llegado a este punto hay dos opciones: silencio o consciencia de la imposibilidad. 

Tan solo los poetas que se creen adánicos seres son no-poetas. 

No cabe el mar más que en la idea del mar; no cabe el Bien, el Amor más que en sus ideas, no en sus formas gramaticales. Platón, que descubrió esto mismo hace siglos, ya lo advertía. Así, podemos entender el sentido de sus afirmaciones sobre la memoria y la palabra verdadera, sobre la memoria y la palabra escrita.