Las “palabras” precedentes a la primera entrada del Diccionario de música, mitología, magia y religión, de Ramón Andrés, ofrecen una luminosa propuesta. Esa puesta en abismo que se defiende es para uno un sendero hacia lo inevitable, una postura asumida para vivir.
Escribo inevitable pues desgajo la palabra verdad de estos conceptos y prejuicios con que los humanos pretendemos aprehender la realidad tanto conocida como desconocida. Parece que tras el empujón del XVIII el hombre ha reducido lo real a lo explicable y lo trascendental a lo inexplicable, pero he leído razonamientos más rotundos sobre Dios o sobre Naturaleza que sobre lo conocido como material.
Enciendo los límites para arrebatarles todos los prejuicios: las palabras ajenas, los juicios cargados de vanidades, la inexistencia de la empatía. El hombre que vive en sí, destacando sus juicios, sus actuaciones, sus pareceres queda reducido a la miseria intelectual. Por el contrario, ser otro permanentemente, existir en lo que siempre ha sido y está siendo en el hombre es quedar siempre en un tiempo sin espacios. Hay que advertir las carencias de uno, que son todas y escuchar, mediante el diálogo, las virtudes del toro. Para eso, nuestro espíritu debe contener el anhelo y la consciencia de lo mortal.
Me aburren los hombres de hoy, los que se piensan en una dimensión inalcanzable para el resto. Como recuerda Andrés, Nietzsche afirmaba, en relación al desconocimiento del pasado y su negación como una forma de comprender el mundo, “Solamente sobre el olvido puede el hombre alguna vez llegar a imaginarse que está en posesión de una verdad”. Esta pandemia, la creencia de los que se creen con verdades absolutas, es lo que nos sucede cada día, frente a cualquier hombre.
Yo creo, con Andrés, que “la razón, por paradójico que resulte, tiene uno de sus sustratos en las tradiciones espirituales y, aunque sea para refutarlas, ha precisado de una operación cuya estrategia bien podría pertenecer al terreno religioso: apartarse para, desde una visión de perspectiva, lograr una supuesta búsqueda de objetividad”.
En la misma realidad sobre la que se pronuncia un hombre, pueden intuirse múltiples acontecimientos. Cada uno de ellos deben ser atendidos por la razón y la voluntad, pues la cerrazón y el egotismo pueden provocar un paro en el raciocinio y un embelesamiento del ego que en nada favorece ni al hombre, ni a las acciones, por ende, de esos hombres. El mismo Andrés lo condensa a la perfección: “somos genética y fabulación”.