DIRÍA que la luz y
el silencio no son dos motivos para la poesía, sino la sustancia de la poesía;
que no son dos requisitos, sino que forman el paisaje interno que edifica la
poesía; que estas dos cualidades, tan ajenas ,a veces, a lo humano, lo invaden
todo, incluso lo más nimio y desapercibido. Y diría que la ausencia de paisaje
natural en la poesía desde hace unos años es síntoma de su podredumbre, como
sucede con el desprecio a Góngora y a otros poetas que han revitalizado el idioma
y que han legado su aportación para que nosotros, lectores futuros, lo
apreciemos. Esa vivificación de la poesía, que orillea en los límites del silencio
y de la luz, es la que sucedió desde Grecia, pasó por el Renacimiento y concluyó
en el Romanticismo. A partir de ese periodo, todo han sido figuraciones y
tentáculos que no terminan de suceder, tentativas hacia lo yermo.
No hay más que leer
a los poetas que han permanecido más allá de sus días, a Virgilio o a Dante, a
Rilke o Juan Ramón, Góngora o Lope o fray Luis, Garcilaso o San Juan, Unamuno, Machado, por ejemplo.
Ellos son, en su palabra, el paisaje natural de lo humano, el paisaje de
raigambre romántica que tanto molesta y perturba a los hombres de este tiempo,
pero que sustrae lo sustancial de la poesía, ofrece lo cenital de la palabra. ¿Acaso
no hemos leído a Goethe o a Hölderlin, a Novalis o a Leopardi, para darnos cuenta
de nuestra miseria actual y para sentirnos parte de la corriente infinita solo cuando los leemos?
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AFIRMABA Schiller,
en Erfurt, un 18 de septiembre de 1791: “la naturaleza nos dio sólo existencia;
vida nos da el arte y plenitud la sabiduría”.
Existen dos poemas
de Schiller, en Lírica de pensamiento, que mixturan la existencia, la vida y la plenitud. Uno
se titula "A Goethe" y está compuesto por versos como el que sigue:
“Tú, quien de
la mentida coerción de las reglas/
a la verdad nos volviste y a la naturaleza” […].
El otro poema que tanto me agrada posee cuatro versos prodigiosos, que nos
lleva a eso que el propio poeta llamaba "El favor del momento”:
[…]
“De el devenir originario
de la naturaleza
eterna
un pensamiento
luminoso
es lo divino en esta
tierra”.
[…]
***
CUÁNTO disfruto con
los novelistas que se olvidan de que son novelistas y se dedican, únicamente, a
escribir. Es lo que sucede con El mago de Viena, de Sergio Pitol. Páginas,
páginas repletas de literatura que brota incesantemente y que conducen al lector
a un pacto iniciático del que es difícil soltarse. Este tipo de libro sacude al lector desde el primer momento y lo deja ensimismado, pues no hay principio
ni fin en sus páginas, no hay tiempo narrado con las cortapisas de lo narrativo.
Es literatura en libertad, narración que se dirige a lo sustancial de la
palabra, pero que se vale de los recursos más necesarios para adecuarse a su cometido.
El mago de viena es un
prestidigitador literario, espera que el texto le llegue transmutado, límpido,
espera que su voz individual alcance el eco coral del universo: “me debato con
ese emisario de la realidad que es la forma. Uno, de eso soy consciente, no
busca la forma, sino que se abre a ella, la espera, la acepta, la combate. Y entonces,
siempre es la forma la que vence. Cuando eso no es así el texto tiene algo de
podrido”. Y así lo siente el lector que asiste a este espectáculo de la naturaleza literaria.