miércoles, 29 de febrero de 2012


SUFRO, cada cierto tiempo, un proceso de ajenidad. Consiste en observarme, durante unos días, como un ser ajeno a mí, que vive mi vida, que la vive plenamente, hasta el punto de expulsarme de toda participación y decisión. Vivirme desde fuera.

En más de una vez he asimilado esa sensación con cierto determinismo congénito y social, pero no siempre me satisface esa explicación. Creo, más bien, en alguna causa interna, profunda, que comienza a ser efervescente por momentos hasta llegar a ser irreprimible. Es todo un ejercicio de continencia lo que realizo en esos días. De continencia o quizás de ficción, pues no es raro que piense en los personajes de Borges, Calvino o Unamuno y en su reivindicación de vida propia. "Quiero vivir, vivir...", gritaba, en la neblinosa estancia de la ficción, Augusto Pérez. Sí, soy un augusto resignado.  
Al tratar de explicarlo  intento razonar lo que ocurre y darle una secuencia lógica a lo vivido, pero me doy cuenta de que el problema reside ahí, en ese intento de razonar lo vivido, pues la vida es una corriente continua, un haz de recuerdos y esperanzas.

Ruinas circulares, trotes con clavileño, neblinas y lagares de melancolía, sueños desdibujados en la conciencia, la batalla continua con el tiempo, el ser que nos habita, la vida y su enigma de acantilados profundos.