SUFRO, cada cierto tiempo, un
proceso de ajenidad. Consiste en
observarme, durante unos días, como un ser ajeno a mí, que vive mi vida, que la vive
plenamente, hasta el punto de expulsarme de toda participación y decisión.
Vivirme desde fuera.
En más de una vez he asimilado
esa sensación con cierto determinismo congénito y social, pero no siempre me
satisface esa explicación. Creo, más bien, en alguna causa interna, profunda,
que comienza a ser efervescente por momentos hasta llegar a ser irreprimible.
Es todo un ejercicio de continencia lo que realizo en esos días. De continencia o quizás de ficción, pues no es raro que piense en los personajes de Borges, Calvino o Unamuno y en su reivindicación de vida propia. "Quiero vivir, vivir...", gritaba, en la neblinosa estancia de la ficción, Augusto Pérez. Sí, soy un augusto resignado.
Al tratar de explicarlo intento razonar lo que ocurre y darle una
secuencia lógica a lo vivido, pero me doy cuenta de que el problema reside
ahí, en ese intento de razonar lo vivido, pues la vida es una corriente
continua, un haz de recuerdos y esperanzas.
Ruinas circulares, trotes con clavileño, neblinas y lagares de melancolía, sueños desdibujados en la conciencia, la batalla continua con el tiempo, el ser que nos habita, la vida y su enigma de acantilados profundos.