EL artista trasciende lo ordinario y el lector participa de
esa extraordinaria disposición. Y es con su vida con lo que anexa lo ordinario
a lo extraordinario, con su vida con que une el mundo vivido, fundamentalmente
por los sentidos, con el mundo sentido, el pasado con el presente y con la proyección deseada y fundida de ambos. El mundo sentido, que se retiene en la memoria individual, pertenece a otro orden y
disposición, es un magma continuo que, cuando se fragmenta con la articulación
de la palabra, pierde su condición esencial.
Ocurre en todas las artes y todas
las disciplinas ofrecen esa insuficiencia, aunque, de todas, la menos
insuficiente es la música, pues no superpone sus planos interpretativos, sino
que los funde en una obediencia especular con el sentimiento.
Sea cual sea la naturaleza que está latente en la palabra, hay un espacio sentimental que comparten el autor y el lector. Ese espacio es posible por la condición que los une y acerca en la sensibilidad, en la condición que los hace poseer miradas e interpretaciones del mundo casi idénticas. Hablo de la humanidad. Y en la filosofía, el hombre, el ser, ha sido la cuestión capital.
Así, la naturaleza del estudio de la filosofía deberá estar presente en la literatura, siempre asimilada con los mecanismos literarios, claro está, pues en ese aspecto, la palabra metamorfosea, a pesar de su finita y numérica realidad de las letras, la posibilidad de combinarse infinitamente. ¿No es eso ya una cábala, un sistema racional que traspasa lo racional para el hombre?
Intentemos entender lo que somos, en plural, para que la obra de arte ofrezca lo que es, en singular, pues en ese trasvase de singulares y plurales está habitando la suerte de la obra artística. De su equilibrio, armonía y profundidad depende su permanencia.