QUÉ complejidad el
proceso de la escritura. Suma una letra en una sílaba que se prende juntamente
con otras y forman una palabra, un significado que necesita hilvanarse de inmediato
con otra palabra que hemos tenido que rescatar de todas las posibles
apariciones. Después de esta hilera, establecemos su unidad y damos la oración o
el enunciado y le damos punto y seguido para seguir zurciendo, con el ritmo que
nos permita la inteligencia, una palabra de nuevo que enlace con otra en forma
y significación. Un conjunto de enunciados que amarramos en un haz y le damos
entidad de párrafo que, por supuesto, puede vincularse con la posible aparición
de otro párrafo que comenzará, como el primero, en una letra escogida por no se
sabe qué decisión no se sabe qué mecanismo de la conciencia. Cuando cree uno que ha
concluido de macerar una forma, vuelve a leerlo todo como si sus partes fueran una
familia, como si sus partes hubieran estado ahí, esperando a que alguien las colocase
en esa suerte de cábala o conjuro. Un retoque, varios, cientos y damos por terminado
el proceso y lo dejamos quieto, arrumbado en el papel, desgajado de nosotros mismos,
independiente, semánticamente autónomo. Creo que, todavía, la maravilla del
proceso de la escritura encierra una interpretación simbólica que jamás, a
pesar de los formatos y los avances, será desentrañado. Es el misterio, el
voltaje.
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LA escena de Bucólicas, de Virgilio, en que Menalcas le dice a Mopso:
"¿Por qué, Mopso, hábiles los dos, tú para tañer el tenue caramillo y yo para decir versos, no nos sentamos aquí en medio de estos olmos mezclados con avellanos?". Los olmos, los avellanos, tomados por el caramillo y la palabra,...¿qué encerraba esta insostenible tendencia a cantar en la naturaleza; qué nos dijo Virgilio en este pasaje, como aguas del subsuelo, y que solo intuyo?