JUSTO en la espesura de las lomas, entreverada en la quietud de la visión glauca, atisbándose lentamente en su figura y mostrando con sencillez y desparpajo su rostro, hacíase la luz en el campo. Fue tomándolo todo por de dentro, en su dimensión de haz restallante, en su desiderio matutino y perpetuo. La tierra respondía despererzándose de la humedad y del rocío, como sometida a un rompimiento, afilando sus perfiles al calor de la luz que los azuzaba. Mientras la naturaleza sucedía, sí, únicamente, sucedía, estaba echado yo enfrente del anchuroso campo, sosteniendo en los ojos la belleza mostrada y vertiendo mi aire, la respiración, a aquella secuencia poblada de enigmas. Un pájaro atravesó el cielo y se perdió en el firmamento. Poseído por la estampa, inmerso en ella de profundo, en su bóveda y en su eco, resplandecía yo por el interno laberinto de mi alma, en una alegría de canto continuo que prodigué armonizándome con el mundo, cada vez que expulso lo que fijé en mis ojos, cada vez que pronuncio ese prodigio.