sábado, 6 de octubre de 2012

EL libro de C.A.M., Donde la eternidad envejece, estimula las ansias de escribir y de viajar. Sobre todo con las páginas dedicadas a Horacio y a Séneca y las que recorren los paisajes de Turín o las almibaradas callejuelas de Roma, tan repletas de eternidad lítica, tan colmadas de transeúntes perecederos, pero tan eterna, tanto. Así como las que añoran, desde Capri, embelesado por la soledad nutricia del mar, una explicación del origen de todo. Palabras orientadas a la esencia de los hombres, como sucede con Levi. Pequeñas sentencias veladas entre un texto que, aparentemente, pretende ofrecer cierta objetividad a lo narrado y que no se deja ensalzar por el reino del ego. 
Escribí narrar y debo una explicación por ello. Escribir es quizás el verbo para describir qué escritura utiliza C.A.M. en este libro que responde a lo que, en mi opinión, ofrece los frutos más perennes para la prosa: la prosa como la vida. Si bien es cierto que la poesía sucumbe al reglamento de la música, a las convenciones que, desde su origen, la han ido macerando hasta convertirla en el axioma de la expresión más profunda y misteriosa con elementos verbales, la prosa ha dejado de estar ligada a la narración del mundo: la prosa debe ser el mundo. 
Y así es en este libro, mundo y vida, la de un hombre solo, que resplandece en el lector ya que el material al que referencia su contenido es, como advierte el título, de eterna contemplación. Uno se imagina con sus pasos retumbando por las calles de Roma, por las calles milenarias de una ciudad que ha acogido, podríamos afirmar, a la humanidad por entero. Pues el solo paso de un hombre, una mirada condescendiente con la belleza acumulada en la urbe, con la disposición de la luz atravesando el dédalo de rincones y calles, vale para la humanidad. 

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LA eternidad no es tiempo alguno, es estar siendo, no para el hombre, sino para la especie. El poeta o el escritor que aspira a ella, se está desprendiendo de sí mismo, y de todas sus minucias para ser plenamente otro. Un otro plural, polifónico, indescifrable. 

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LA cita de otras voces, las palabras de otros traídas a la voz de uno, no son más que los ecos de lo humano volviendo a la bóveda profunda del origen. Las palabras que sobreviven en el espíritu de los hombres sucesivos son las palabras del espíritu común que nos hace humanos. A ellas debemos reverencia y a ellas deberíamos ligarnos con pasión y furor, pues están diciendo lo poco que fuimos y lo mucho que nos queda por ser.