HOY recuerdo que aquella noche
habíamos cenado en el Restaurante Polidor, junto a una familia que se mostraba
señorial y educada. Si mal no recuerdo, fue un pollo guisado y unas viandas lo
que consumimos los cuatro en aquellas mesas corridas, parecidas a un merendero
señorial, cerca del Barrio Latino, en París. Habíamos hablado de Cortázar, del
inicio de 62, modelo para armar; del castillo sangriento y el mantel de cuadros rojos. Nosotros mismos esperábamos que apareciera don Julio por aquel lugar con su altura y su pómulos de aires cubistas. Por aquel entonces quisimos encarnar el grupo
o el club de la culebra. Habíamos paseado por Pere Lachaise y por Montmartre;
nuestros pasos aún retumbaban por el suelo de Montparnasse.
Aquella amistad
comenzó nacida de la literatura, fue lo que nos hizo encontrarnos en la vida,
lo que provocó que se cruzaran nuestras trayectorias. No son todos los de entonces, pero nosotros
seguimos, ahora con E., buscando aquellos reflejos que nos entusiasmaban,
aquellos diálogos enfervorizados, aquellas muestras de fraternidad por la
literatura. Había una verdad rotunda en todo aquello, una verdad que sigue
palpitando cada vez que nos encontramos y que justifica los días y los mundos.