viernes, 11 de enero de 2013

ESCRIBIR sin haber leído es como cruzar por una cuerda floja sin tener conocimiento del abismo que nos espera, agazapado, si cayésemos al perder el equilibrio. La escritura es una cuestión de equilibrio emocional en que el espíritu y lo sensible se armonizan a cada paso, conjuntamente, para dar en una melodía polifónica. Es así como he ampliado el devenir de este diario a nuevas dimensones expresivas, pues consideraba que se había mustiado en demasía, que se había convertido, -este diario, digo-, en una triste melodía monódica. 

El deseo de crear armónicos con la palabra es en sí una entelequia y una aspiración del verbo. La palabra solo puede armonizar la semántica, que no es poco, y, acaso, crear la sensación fugitiva de sonidos y esperanzas fónicas. Pero bien saben el lector y el escritor que, con el tiempo, las preferencias entre lo sonoro de la palabra y los sentidos de la palabra van determinando el tipo de escritos o de poesía que uno va pergeñando. Aunque es cierto que esta decisión no procura, ni mucho menos, que el poeta sea poeta y que su poesía sea poesía.

En una ocasión dije que el poeta joven comienza a escribir como un niño pequeño que acaba de conocer y descubrir el poderío sonoro de las palabras. Su vocalización todavía pertenece al asombro más que a una identidad, a una personalidad que se ajusta a lo nombrado. De esta manera, el poeta joven prefiere las sonoridades, las huecas piruetas verbales que poco dicen de lo esencial.  E., por ejemplo, me viene enseñando diariamente que el hombre es homo ludens en todos sus aspectos, incluida la poesía. Ella trata de ser poeta también: nombra con balbuceos lo circundante, a veces, con más criterio que los poetas adultos.

Sin embargo, un sueño oculto, un susurro permanente, un murmullo de la transparencia va tomando posición en la consciencia. Se va apoderando de la vida mima. Ese territorio interno es la encarnadura del silencio en uno mismo, la vivencia de la soledad polifónica...la soledad sonora, claro está. Así que, a medida que esta posición estética (que es, en puridad, éticamente pura) el poeta comprende su medida ante lo nombrado. Es ,en ese momento, cuando se produce la crisis absoluta de la consciencia, la crisis que provoca espanto, terror, miedo ante la labr de seguir libando en lo invisible. 

Es, en ese punto, en el que me encuentro cuando escribo estas letras en el Diario, tendiendo en cuenta, eso sí, que el canto debe provenir siempre de la semilla.