martes, 22 de enero de 2013

HASTA hace poco tiempo, comenzaba a escribir tan solo en un Trópico. Antes, todo era uno; ahora, uno, todo es plural. No puede ser de otra manera. Un centro que es todos los centros. Quizás antes era también una pluralidad encubierta, diluida por lo que pensaba que era un todo. Y quizás, antes el uno todo era un todo plural. Sea como fuere, el uno y el todo, cosa antiquísima para que el contempla Naturaleza, se va distorsionando y, a la vez, confundiendo en las palabras. 

Siento que todo es una cuestión de desnudez de la cosa en sí. No tocadla más, que así es. No tocadla más, que así está siendo. 

Por todo, la palabra poética es siempre un murmullo de la transparencia, de lo que, en ocasiones, nombramos como claridad, naturalidad. Esa evidencia, porque la claridad es evidente siempre, posee unos ritos de silencio y soledad. Estalla, podríamos decir, en la soledad sonora; es ahí el poeta bóveda que recOge los ecos. 

Así que, cuando hace unos años comenzaba a escribir tomado por la efervescencia de lo literario, creyendo que solo la literatura era la fuerza teleológica que me motivaba a orillar en un cuaderno en blanco, estaba en posesión de fuerzas contrarias, ya que pertenecía y pertenezco a un rito del que soy ajeno, pero que se convoca en la palabra. Era plural y era uno, un uno plural, repleto de contrarios, de ritos, de murmullos, de desnudez, de cantos de la semilla, quizás, dirigidos por las contemplaciones: la consciencia inefable del estar siendo en el centro indudable.