SUCEDE cuando el diálogo es fructífero, esto es, cuando se produce un diálogo verdadero: soy incapaz de escribir a continuación. Necesito alejarme de los ecos y de las palabras del otro. En puridad, me ocurre lo mismo cuando realizo una lectura de Cervantes o de Thomas Mann, se hace necesario un tiempo de espera, pues la consciencia tiene que ubicar los conceptos y las palabras en el lugar en que nunca hubo nada o en el que había marros e imprecisiones. Podríamos decir que la palabra, cuando brota de la verdad y de la justicia, sea esta oral o escrita, es un bálsamo, el bálsamo del mortal. Lo demás es silencio.
Lo más grato de todo diálogo es confirmar que el interlocutor es fundamental para que la palabra, siempre dudosa, siempre matizable, es sometida no al yo esencial sino al tú esencial. No somos nosotros más que cuando a través de la catarsis de la palabra somos otros. Y eso sucede con el diálogo, con la forma de comunicación que escogió Platón para presentar sus teorías.
Decía que necesito que alguien sacuda mis incertidumbres para poder renacer de nuevo en las creencias. Es un ejercicio fundamental, con el que el ego se enfuerece y nos tiraniza, pero con el que necesitamos regresar a lo profundo de nosotros mismos con la lumbre y la antorcha de las ideas. Por desgracia, escasean los interlocutors de este tipo, los que destapan la consciencia y meten sus manos en la mollera de uno, pues las reuniones y cenáculos de literatos, de supuestos literartos, organizan festivales de la vanidad, hogueras de la egolatría.
Escasean los interlocutores porque el individuo contemporáneo ha perdido su consciencia de mortal, de estado de vigilia permanente. Es el tiempo del camino de lo venidero, del abandono del espíritu de este tiempo para ahondar y caminar por el espíritu de la profundidad. Eso o el abandono del centro indudable.