sábado, 2 de marzo de 2013

UN lector-escritor, eso es todo. Un lector que vuelca sus energías y ambiciones en leer, leer con tino y virtud. Es tanto este ejercicio que ocupa toda una vida y la justifica, a pesar de los conatos de escritura a los que pudiera llegar uno. Meros ensayos, meras bagatelas al lado del fundamental ejercicio de leer. Leer es vivir. Leer para vivir, como decía Flaubert.


En estas décadas es dificilísimo ser un buen lector, pues existe demasiada confusión, cuantiosas publicaciones nefandas, un torrente de medios de comunicación que se alza en defensa de los mismos escritores de su grupo y ,cada vez más, la inexistencia de interlocutores que hagan crecer las lectura dentro de uno. Porque las lecturas se avivan en la memoria, se recuperan dentro de uno cuando se produce el milagro del diálogo entre dos mortales.  

Han confundido a la masa convenciéndolos o haciéndoles creer que el acto de leer es un acto de entretenimiento que pertenece a lo culto. El que lee un libro siente que vive por encima de la medianía, que pertenece a otro estaus social, a pesar de que el libro sea un tóxico elemento para su vida. No importa qué sustancie el libro, es únicamente el acto de leer. La lectura encierra todavía una impronta culta para la sociedad, pero los avenidos e intermitentes lectores están creyéndose pequeños demiurgos. Así las cosas, el lector verdadero, ese que considero lector de vida, lector de las obras capitales del espíritu humano, ha terminado en un rincón de la sociedad, aislado, inservible total. Es un peligro para el resto, pues evidencia el derrumbe cultural y libresco al que ya hemos asistido. Él mismo, ante la falta de interlocución y de diálogo, renuncia al malgasto de energías y a la revolución: es resistencia silenciosa.
 El lector puro es el que deja en evidencia al grupo que se piensa lector. Con tan solo su memoria ese grupo termina siendo humo, fantasmagoría. No me refiero con ello a la memorización de títulos y obras, antes al contrario, apunto a la capacidad de profundizar y pensar los textos. he aquí la cuestión matriz de todo. Sin embargo, el lector prefiere el silencio y seguir poseyendo la consciencia alejada de mera doxa.       
Es complicado que el lector contemporáneo pueda hablar con un interlocutor, pongamos por caso, de los filósofos griegos o de que alguien, en algún momento de la conversación, se dirija hacia la literatura de Cervantes o de Thomas Mann o de J.R.J. o de Dante sin caer en clichés o en manidas impresiones.

Existen lectores y escritores de oficio: eso es una calamidad. La literatura exige un grado de fervor y de fidelidad desconcidos para los que públicamente exhiben sus palabras. En la literatura se produce un llamamiento a la libertad y a la verdad irrenunciable. Eso mismo, esta esencia, es la que falta en el panorama de los allegados a la literatura, entre los que creen que sus opiniones están construyendo el devenir de la palabra y de la ficción.

A la lectura llega uno desnudo en cuerpo y alma. El único sustento que posee el lector es la intuición y el ansia de verdad y de belleza. Podríamos afirmar que la conjunción de verdad y belleza en la obra literaria es lo que se llama Justicia literaria, esa evidencia inexplicable por el resto. Con estas premisas, cuando el lector comienza una lectura, rápidamente comprueba si el libro de marras merece la atención y la vida otorgadas. Es así cómo el lector se va transformando con los años, se hace más incisivo, selecciona los libros, vuelve sobre los mismos textos...así, hasta tejer un tablero de vida, un telar de referencias literarias, filsóficas, artísticas y científicas, en general, que sustentan su propia vida y que resplandecen en sus propias palabras. 

El proceso de transformación del lector es muy parecido al del escritor: ambos abandonan su ego y entregan sus días a las palabras de otro. Aun distintos, los dos conviven en el mismo territorio, en un trópico infinito, pero siempre colmado de vida.