EN el Libro IV, de Geórgicas, Virgilio ofrece un buen número de líneas que tiene a la miel y a las abejas como elementos centrales. Me acuerdo de la importancia de las abejas y de su símbolos en la obra de Antonio Machado y también en la de Borges, por no citar la cábala y la alquimia. Comienzo a establecer vínculos entre los escritores, porque trato de encontrar qué fue el origen de esta atención que ha permanecido durante siglos. Virgilio le pregunta a las Musas qué causa y qué razón existe en el origen de los enjambres y de las abejas y de los insectos, en realidad, de todos los elementos naturales. Es, sin duda, de los tres mencionados, el que dirigió su literatura a las profundidades y raíces de la tierra. Borges y Machado usaron las palabras como símbolos con el fin de trascender la realidad, de encontrar un apoyo semántico que los llevara hacia donde no podían ir meramente con el silabeo sin más. Sin embargo, Virgilio se nos muestra manchado de tierra, vivo, cenital, puro.
Este pasaje de las abejas termina con Orfeo. Aristeo ha perdido la especie de las abejas y pretende recuperarla. Para ello, con el consentimiento de su madre, Cirene, decide ir hasta donde vive Proteo y le expone su participación involuntaria en la muerte de Eurídice, causa que llevó a Orfeo a eliminar sus abejas. Después de la narración de la bajada de Orfeo a los infiernos, aprende a dejar en putrefacción a los animales para que de ellos broten, de nuevo, nubes y nubes de abejas vivas. Anoto de inmediato: muerte y vida nueva.
Hay, en todo el libro, una fuerza telúrica que conduce a las entrañas. ¿No quiso Virgilio, en Brindisi, apunto de morir, quemar sus manuscritos de la Eneida porque tenía la consciencia de que su obra estaba inconclusa? ¿No era, él mismo, una especie extinta, como las abejas, que, gracias a sus irrenunciables vocación y coherencia brota aún como esas nubes de abejas recién salidas de las entrañas de un animal?
Quisiera ser como Aristeo, como el que busca la especie originaria y extinguida de la palabra, del zumbido permanente. Y realizar una invocación a Orfeo para que devuelva, aunque sea a mis ojos tristes, la grandeza de una especie derruida, la especie poética, tal que Aristeo: "cuando la novena aurora brillaba ya en el cielo, hace a Orfeo las ofrendas y vuelve a ver el sagrado bosque. Y en aquel punto contemplan sus ojos un prodigio repentino y maravilloso de contar".
Quisiera reencontarme en el lugar en que Orfeo estuvo siete meses implorando la vuelta de Eurídice, en el lugar en que: " lloró él al pie de una aérea roca amasando a los tigres y arrastrando con su canto a las encinas". Debajo de una encina, cercano a un olivo, escuchando el tañido de su lira e inundando mis sentidos del zumbido originario de las entrañas vivas.