domingo, 11 de noviembre de 2012

CADA cierto tiempo rebosa la paciencia y la comprensión para con los otros. Es entonces cuando me acuerdo de la vida plural de Fernando Pessoa. Sucede que va uno cobijándose en la observación, en el cobijo de la vida propia sin más aspavientos. Nada hace para los demás ni nada lo piensa para el elogio inmediato. Esto último me parece una bajeza moral y una incosnciencia. 

Hete aquí que los demás parecen conspirarse contra uno. Todo y todos tratan de imponer sus criterios, de hacer trascender su forma de vida. Dicen banalidades, frases manidas que tratan de deslumbrar a no se sabe quién. A esas obviedades les confieren un tono de ditirambo patético. Uno, ante ese espectáculo intelectual,  trata de matizar esta u aquella opinión y se encuentra con la radical postura de siempre. Hay quien piensa que sus vidas, al llevarlas al ritmo de  lo contemporáneo, son superiores a las del resto. 

Uno de los temas más frecuentes en estos debates que cada vez soporto menos y peor es el de los viajes. Incluidos familiares, estoy hastiado de que me estén explicando que van a viajar aquí o a allí por muy poco dinero y cargado de chacina para no gastar nada. El hotel, que lo supongo lleno de chinches, les cuesta muy barato. La heroicidad del viajero moderno no es adentrarse en las entrañas de las ciudades y contemplarlas para que ellos mismos sufran una transformación, no. La heroicidad del viajero moderno reside en hacerles ver a los otros que son mejores porque viajan mucho y, sobre todo, muy bararto.Creen los necios que tu vida es columna arrinconada, estático diario. En ese momento, alguien con más empuje, le podría decir al memo muchas cosas, pero prefiero el silencio, pues no es posible el diálogo, sino la mera diserción yerma. 

El viaje y otros muchos temas que se comentan siempre sin preguntar al otro qué hace o a qué dedica su tiempo. Cada vez que alguien me llama trato de colgar el teléfono, pues sé que van a contarme su vida. Las pequeñas vanidades de los familiares son aún peores, ya que supone uno que, al menos, conocen sus costumbres, las comparta o no.  No es así el caso, antes al contrario, se agrava.

Así, nadie entiende el trabajo con la palabra y desde la palabra, desde el arte. Cuando escribo nadie es absolutamente nadie: ni hijos, ni esposa, ni amigos, ni padres, nadie. El poeta es un ser solitario y es en silencio y no debe esperar nada más, nada más debe esperar de nadie. Escribir y leer sobre todo, contra cualquier otra opinión, a pesar de las modas pasajeras de los conciudadanos, a pesar de lo que resulte socialmente más venerable. Porque, eso sí, a nadie se le puede preguntar si ha leído a Platón o si conoce los libros de Dante o la vida de Virgilio, pues sería una inadecuada forma de intervenir en sociedad. Poco importa, no hay necesidad de esto que nombro más que la privada, la exclusivamente vida privada del que busca el universal, el salto infinito, desde su entregada humanidad.