Esta noche no he podido dormir en ningún momento. He estado leyendo a Apolodoro, Biblioteca, y a San Agustín, Confesiones. Sin embargo, el maestro Michel ha dormitado toda la noche, toda la noche ha estado respirando con una solemnidad parecida a sus escritos.
En varias ocasiones, he tenido la tentación de despertarlo; sobre todo, cuando leía un pasaje de algún libro que me parecía digno y fructífero para su interpretación posterior. Aunque, debo sacar a la luz un secreto que corroe mi conciencia: cada día me siento más incapacitdo para la lectura, cada día me siento más miserable por dedicarme a la poesía o, en mejor decir, por intentar acercarme al hecho poético.
Estamos en la mañana. Montaigne se ha despertado pausadamente y ha dado al ire un pequeño suspiro. Luego me ha mirado y ha sonreído, "¿qué estás haciendo?", me preguntó con extrañeza. He estado anotando algunos pasajes que no termino de entender o algunas líneas que presumo profundas y con un significado desapercibido para mi torpe cabeza, le contesté. Él, sin embargo, se muestra feliz por ello, se muestra oportunamente contento y motivado y resurgente. ¿Cómo entender esta respuesta?, me digo para mí mismo.
Leéme en voz alta esas anotaciones nocturnas que has realizado tras la lectura. Así lo hice: "He querido con Apolodoro leer un conjunto de historias mitológicas tomadas como explicación del mundo, pues no de otra manera trata el literato de aportar con su palabra una interpretación del mundo. Cuando los escritores hablan y explican sus libros, lo hacen para establecer qué quisieron explorar y explicar de la condición humana: un sentimiento, una relación social, un acontecimiento histórico, desde su propia experiencia como ser humano o como investigador material y metafísico de la cuestión. Otra cosa es que lo consigan; cosa poco común.
Por ejemplo, Apolodoro, este extraño personaje del que nada sabemos con certeza, escribe en "Epítome" sobre el regreso de Odiseo a su patria. Toda vez que ha llegado allí, comprueba que han sido y son muchos los pretendientes de Penélope. Homero detallaba en Odisea que fueron ciento ocho; Apolodoro lo extiende hasta ciento treinta y siete. Obviamente, lo portentoso de este pasaje reside en que Apolodoro detalla los nombres de los cincuenta y siete de Duliquio; los doce de Ítaca; los veintrés de Same y los cuarenta y cuatro de Zacinto, más los doce de Ítaca", le explico todo esto a Montaigne ante su mirada atenta.
Realizo una pausa y le digo, además, "el gran enigma y la modernidad de esta recopilación de Apolodoro está en la recolección y en la propia invención con que trufa las leyendas".
"¿No es acaso esa condición demediada la natural del escritor?", le vuelvo a preguntar para concluir a pesar de su silencio.
***
Pasan unas horas y Montaigne no ha dado respuesta alguna. Es su costumbre, su enseñanza. Pareciera decirme sí, sí, sigue en ese estela y estréllate cuantas veces puedas, estréllate fuertemente, desocúpate de tí mismo y entréga tus fuerzas a lo más inmediato. Seguí y sigo leyendo como la única respuesta verdadera a la literatura y a la vida. Cuando escribo, siento que me distancio de lo que me dicta mi espíritu, que me alejo y miento a los hombres.
En Confesiones releí el pasaje que provoca el encuentro entre San Ambrosio y San Agustín. Es una manifestación que puede trasladarse a cualquier circunstancia de la vida humana, incluida la que habita en los razonamientos del arte. Porque la vida puede embaucarse en distintas orientaciones, nobles unas, miserables, otras. La razón artística de la vida sazona los días con éticas estéticas, pues siempre se pregunta el artista de espíritu si las acciones pueden realizarse de alguna otra manera. No le importa tanto al artista la esencia del mensaje como la presencia del mensaje, aunque, con el tiempo, va tomando la consciencia necesaria para entender sumariamente que la naturalidad y la claridad son las claves de la profundidad. No hay texto de genio sin naturalidad, pues cuando la palabra aprehende la realidad de la forma más ajustada lo hace como florece el campo o asoma la aurora.
Dice San Agustín, enfermo del alma en Milán: "decidí permanecer [...] hasta que irrumpiese el brillo de alguna certeza hacia donde orientar mi rumbo". En ese momento, cuando termino el pasaje, levanto la mirada del cuaderno y le pregunto a Montaigne:
"¿Cuál es el brillo que debo esperar, maestro, para orientar el mío?"