CUANDO alguien, anclado en la mediocridad, asume que su opinión es una suerte de sentencia sobre la realidad, es cuando más me deleita la comedia humana. Callo, trato de aguantar la risa por de dentro y comienzan, en mi mollera, a restallar las neuronas en una danza impredecible de asombros. Sigue el susodicho haciendo un retrato de uno como si él fuera un demiurgo en miniatura, bajado del pedestal de un remoto olimpo. Tú eres así, y esto otro, y esta es tu conducta; no deberías hacer esto, no tampoco aquello...uno, por educación, sigue soportando la carcajada de este monólogo tan patético, tan enjundioso para quien se piensa fundamental e imprescindible.
Con el paso del tiempo ha aprendido uno a estar callado, pues sabe que, aunque trate de dialogar con los que ofrecen este perfil, el caso está perdido. Pequeños dioses, decía antes, pequeños jefecillos que tratan con su palabra de decirte que tú no eres él, que tú deberías algún día pedirle a los astros ser él. Y todo ello en una aparente seriedad y en un silencio por mi parte que se resguarada de comenar una descripción de todas sus miserias que trato de no sacar a relucir. En este mundo, en estos días, la vanidad y la soberbia zumban las más de las veces por doquier. Cuando noto sus presencias hago como Borges, me oculto o huyo.
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La palabra poética no testimonia ninguna realidad figurada, ni siquiera describe o narra una acción. La palabra poética es aletheia, revela lo velado, por unos instantes; en lo efímero, contiene la inmensidad incomprendida, lo infinito en que el tiempo, los lugares, la noche y el día son uno y todo.
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LA poesía aúna lo que es y lo que no es; conjuga en la palabra el ritmo de lo que está siendo y, con ello, se armoniza. La poesía ofrece lo que nunca veremos, lo que nunca había sido en el mundo, pero siempre se mantiene presente. Silencio, soledad, armonización del espíritu.