COMO Montaigne, me conformo únicamente con estar rodeado de libros en casa. Tenerlos cerca es ya un consuelo, pues recoge el discurso de la humanidad. Poseerlos es una ética estética. Quien no entiende esta existencia pregunta si los he leído todos; es la pregunta de la incomprensión. El lector entregado lee al capricho, libando por unas horas en un lugar y después en otros; en la noche y en la mañana, siempre con el alba en el entrecejo. Unas páginas que traslucen deleite y otras, opuestas y complementarias. Libros de los que solo se lee un poema; libros de los que jamás se lee una palabra; libros releídos y escritos. Escribir la lectura como forma de vida, como la vida en los márgenes del texto.
Es una satisfacción con la que el lector debiera emparentarse sin más ni más. Y, con el libro, la forma de la vida. Como afirmaba Montaigne: "Lo soy todo menos un escritor de libros. Mi tarea consiste en dar fora a mi vida. es mi único oficio, mi única vocación".
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Con CERVANTES en el Trópico de la Mancha.
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En algún momento, el que escribe estas ficciones deberá dejar a las claras qué vida y qué palabra escoge, pues quieren los días ir recortando el tiempo que le queda y el sueño que lo acoge.
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LEE uno, ese otro que nos vive, maravillado a Cervantes. Su hechizo es interminable. Viviría encerrado en una torre leyendo El Quijote, nada más y basta, pues hay obras que contienen el aleph, el alfa y el omega y todas las biliotecas del alma humana.
Me llevaría a Platón y a Cervantes. Uno, para advertir mi muerte; otro, para soportarla con la ficción.
Viviría con Sócrates, para morir viviendo.
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El libro de S. Zweig, Montaigne, es prodigioso. Los subrayados y los escritos al margen rebosan en el libro. En los últimos meses de su vida, en Brasil, Zweig sintió la premura de trazar la figura de Montaigne con sus palabras, con las palabras que corrían a la contra del mundo. Montaigne fue a la contra, como Cervantes, porque en el fondo estaba en el latido secreto de la lucidez. Zweig se quitó la vida antes de concluir este opúsculo, este breviario inmenso sobre la figura de Montaigne.
Está escrito ya desde el otro lado y eso le confiere a este pequeño volumen un valor de verdad que no he advertido en otros escritos de Zweig. Otros libros rayan la excelencia, pero este volumen mínimo, escrito con retales de otros libros, días antes de perder la vida, vibra entre las manos. Enseña la vida de un escritor que renunicaba a la escritura, de un señor que vivía el libro de forma individual, pero universal al mismo tiempo. Un señor que quiso escribir la vida, la suya.
Es un libro luminoso. Como decía Goethe: "La suprema felicidad del pensador es haber explorado lo explorable y venerar serenamente lo inexplorable".
Esa misma reflexión podemos trasladarla a la escritura poética. El poeta debe conformarse con haber explorado, debe consolarse con haber intentado la exploración, igual que con el hecho de vivir con los libros. Debe, sobre todo, consolarse, a la manera estoica y griega, con advertir que lo inexplorado es la inmensidad frente a la mismidad conocida.