EN el capítulo XX escribe Montaigne amparado por el siguiente axioma: De cómo filosofar es aprender a morir. Esta sentencia debe sus resortes a Cicerón y ahora lo lee uno intrometido en este diálogo entre grandes espíritus.
La contemplación y el pensamiento como ejercicios preparatorios para la desunión del cuerpo y del alma, pero en vida. Contemplar la realidad más allá de los ojos es ceder por unos instantes nuestro espíritu a la naturaleza de las cosas, de nosostros mismos, sin importarnos las muchas rémoras que el cuerpo nos presenta. Al ceder nuestro espíritu podremos contemplarnos a nosotros mismos en un ejercicico especular.
La contemplación y el pensamiento como ejercicios preparatorios para la desunión del cuerpo y del alma, pero en vida. Contemplar la realidad más allá de los ojos es ceder por unos instantes nuestro espíritu a la naturaleza de las cosas, de nosostros mismos, sin importarnos las muchas rémoras que el cuerpo nos presenta. Al ceder nuestro espíritu podremos contemplarnos a nosotros mismos en un ejercicico especular.
Esa contemplación, que es avezada con la consciencia, es probablemente una de las cuestiones capitales para entendernos como seres mortales, como seres humanos. En ellas, en esas preocupaciones, deberíamos volcar toda nuestra imaginación y nuestro entendimiento. Siempre desde la humildad y con la preclara evidencia de que lo desconocido es infinitamente más amplio que lo que conocemos; que todo lo que vamos explicando con leyes físicas y científicas conduce a un cuetionamiento profundo de las leyes morales. No hay ciencia en eso más que la de espíritu, más que la que dicta la consciencia subjetiva en que cada hombre convierte su vida en una teoría distinta, pero universal al mismo tiempo.
Puede ser que con la poesía suceda lo mismo, que la poesía no sea más que un sucedáneo de esa naturaleza esencial de las cosas que nos rodea y que aún no conocemos. Puede que la poesía sea una muestra ígnea de aquella grandeza, que su razón luminosa haya acogido todos los ecos y reminiscencias del centro indudable. Como Séneca: "transcurramus solertissimas nugas", esto es, no nos detengamos en frívolas sutilezas, en meras minucias y miserias de los poetas de hoy. Vayamos a las palabras de los que tañeron el sonido del espíritu en su más alta inmensidad en la tierra, a los que anchuraron la dimensión de la palabra poética con su propia sabiduría. Vayamos a ellos y unámonos al corifeo de los que reconocen en ellos la evidencia de la poesía y de la vida toda.