viernes, 31 de diciembre de 2010

Todavía hay quien se atreve a decir que cuando escribe un diario o intenta escribirlo está, únicamente, practicando para algo mayor, de más aliento, como una novela o un libro de estampas cotidianas o alguna brevería que quién sabe qué contendrá. Cuando sucede eso, es decir, cuando uno piensa que está ensayando, calentando la muñeca -como suele decirse-, siempre voy a leer lo que considera de mayor entidad. Cuando lo hago ocurre lo de siempre, su obra de entrega total es absolutamente inferior a sus anotaciones de diario. Y no escribo esto pensando en J. Renard o Sándor Márai o Cheever (así lo considero, desde luego), sino incluso en algunos escritores que lo hacen en la prensa actual y que defienden que escriben ahí por necesidad económica. Algunos s´lo son escritores en esos momentos que ellos creen de poca entidad.
A estos escritores habría que advertirles que la voluntad de la escritura no entiende de prejuicios ni de géneros ni de extensiones en páginas. Habría que decirles que a lo mejor es el diario donde su prosa y su talento encuentra mejor acomodo y que su obras mayores y de envergadura quedan tan mermadas ante estas que mejor sería guardar silencio.
Estoy tan seguro de esta teoría que siempre he defendido que la obra genial de Cervantes aún está resguardada entre sus anotaciones personales, en esos papeles junto a cereales, trigo o aceites. Tólstoi no encontró jamás su tono confidencial y absoluto como en sus diarios, así como en la obra de Herman Broch cuando escribió una biografía novelada con una prosa febril y excelsa en La Muerte de Virgilio.
De todas estas manifestaciones extraigo lo valiosos de la transmutación y de la confidencia. La transmutación es el proceso por el que vida y literatura se combinan hasta diluir sus diferencias y distancias, porque la vida, cuando es anotada, es entregada a lo literario. Y es eso, precisamente, lo que vengo haciendo cada día, irrenunciablemente, entregar los dones de la vida a la literatura para poder adquirir el prisma de lo objetivo ante mí mismo. Con esa panorámica podré descifrarme como un hombre ajeno, como una otredad que me habita y nutre. Sólo así he podido renunciar a otros hábitos que pensaba beneficiosos, sólo así he vuelto a notar que la cultura europea necesita de una vuelta a lo sagrado, a la fe sin credenciales institucionales. Sólo así he vuelto a rehacerme, a convocar en mí mismo una proliferación de escritores, lectores, pintores, músicos que han tañido, todos, lo que de literario tengan estas páginas que cierran el año de 2010.

jueves, 30 de diciembre de 2010

La tarde va declinándose como esos morfemas inefables que sólo podemos observar mas no describir. Pienso que la observación es una cualidad muda, taciturna de la naturaleza, que va descubriendo la geografía interna de uno mismo. Así, en esas escaladas en solitario, va pergeñándose un espíritu individual que necesita de la transformación. Somos un símbolo y, como tal, necesitamos del enguaje suprasensibe para reafirmarnos en lo sensible.
Para la transformación es posible que el ser humano tienda, desde su inteligencia, varios cauces. Dos de esos cauces más potente son la religión y el arte. No en vano, ambas condiciones van trenzadas y presentan virtudes muy similares. En cualquier caso, cuanto más se ahonda en esa providencia de la transformación, más va cayendo uno en ciertas clarividencias. La primera es que todo lo inefable es bello. La segunda, -no tan clara-, la naturaleza de lo bello es inefable.

miércoles, 29 de diciembre de 2010

Cumplen las ciudades con sus ritos más allá de los tiempos y de los ciudadanos. Me he levantado temprano y he dejado a M. en el hotel mientras paseo por los alrededores de la Villa Médici. Es temprano y no hay ningún transeúnte. Paseo con lentitud, arropado por un abrigo negro, larguísimo, que me resguarda de frío. parezco una presencia sonambula en este escenario.
En esta tranquilidad, consigo sentarme en un banco que soporta un rastro del rocío de la mañana. Como ella, lo hago sin permiso, aposentándome en sus maderas antiguas. Hay unas vistas únicas desde aquí arriba, sobre todo cuando son acompañadas por el canto de un puñado de pájaros que juguetean a mi alrededor. El sol muestra su cuerpo cada vez con más consistencia y las colinas de la ciudad, -esos pechos desparramados por la tierra-, van impregnándose de su cadencia.
Al tiempo que la luz baña la silueta de esta ciudad, pienso que no soy más que un holograma de un sueño cualquiera de M. Una presencia vaporosa, que apenas gesticula y que no sabe conducir sus ideas si no es con la ayuda y el beneplácito de lo que amo.
Cuando termino de escribir todo esto en mi moleskine y de reparar un par de versos que andan sueltos por algunas páginas, cierro el cuaderno como quien espera la aurora. Y esa aurora contenida, lentamente vigorosa, está ya dentro de mí mismo, aun sin saberlo. Dentro de mí, como yo estoy dentro del sueño de M. que, dormitando, ha levantado el mundo esta mañana para que yo lo habite.

martes, 28 de diciembre de 2010

Serena latitud de la emoción. Tierno lamento del jilguero sobre la rama verde de este olivo. Instante púrpura, fría estación y atardecer. Nebulosa inquieta en Roma, en esta calle sinuosa de piedras y rosarios perdidos.

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Lo decidimos sin más miramientos. Llegamos a Roma esta mañana. Nos alojamos en el hotel de siempre, tan cerca del Mercado de Adriano que parece que dormitamos dentro del sueño de la plebe.
Al llegar, la piedra arroja el saludo informe de los siglos. Ella es la ciudad más terrenal de todas, la más prostituida a la intemperie de los siglos y de los caprichos. Nuestros pasos por sus calles milenarias, desembocan en el Trastevere, donde resuenan los ecos bohemios de hace un siglo.
Después de un almuerzo copioso, optamos por un café cerca de Giordano Bruno, donde una vez dije amor y se abrieron unos pájaros sus lenguas.

lunes, 27 de diciembre de 2010

Somos una veladura sobre los días que impide verlos con claridad, con la claridad que se asienta en la belleza. Cuando un escritor o un pensador se cerciora de que su existencia es veladura externa, acaso superficie inhabitada, se entrega a su tarea atlántica: dejar rastro del hombre que fue, arañar en las aguas con su ser.


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Toda la mañana pensando en nada. Me ha ocurrido pocas veces, pero hoy lo he sentido con profundidad. Nada. Imposibilidad de escribir. Ágrafo total. Será que ayer, cuando volvíamos a casa, le dije a M.C. que si tuviera que rescatar algo de esta vida, algo que no fuese personal, me llevaría la música.

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El comienzo de Tristán, de Wagner… el mundo se ha hecho ceniza de raíces hundidas.


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Sigo escuchando a Scelsi y después a Palestrina. Media un siglo de evolución en las formas, pero noto la misma sustancia en la música de estos dos creadores. No sucede lo mismo con la literatura, no soporto las obras contemporáneas, ya no puedo sostenerlas, son cirios pesados de miseria moral y desistimientos de la inteligencia.
La magnanimidad de la literatura ha desaparecido. ya no se escribe para responder al espíritu ni al hombre, se hace para celebrar las miserias personales. Es un baile nefasto, patético. Los escritores se han convertido en contadores de historias, en manipuladores de la música en la poesía. Éstamos en la crisis, en la luz de vísperas de una trasnsición cultural que debe comenzar por restablecer los modelos morales perdidos y jamás entendidos desde finales del XX.
Ante los manipuladores y vacuos sentenciadores de la conducta, habría que instigarles a que escriban, creen, indagen y muestren esos resultados. Más allá del bien y del mal, en la aurora de la voluntad, entre los discursos de la motaña, hay que buscar las esencias perdidas que han sido las de siempre para continuar esta construcción del ser que nos habita.
¿Encimamos la luz
oh,
la luz nos encima?

domingo, 26 de diciembre de 2010

Después de todo, me quedo reflexionando sobre la capacidad del símbolo. Y creo que la poesía aspira al símbolo, es decir, que existe una disposición simbólica que la sitúa en la vecindad con lo ignoto, inefable. Sólo el símbolo vincula el mundo inteligible y lo sensible. La música recorre este circuito por naturaleza, de ahí su esplendorosa capacidad de sugerencia. La literatura, y sobre todo, la poesía, necesita realizarlo artificialmente, porque la palabra en sí ya es artificio. Ay, la ansiada naturalidad del símbolo.

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Exacto, la única disciplina que se renovó sin ningún referente clásico en el Renacimiento fue la música. Aun así, se produjo en esta época la mayor revolución musical de su propia historia, una revolcuión que inundó el jazz y que lo hace ahora e esta música de Scelsi que escucho en la mañana.

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He descubierto la música de Giacinto Scelsi. La nascita del verbo me recuerda a Ligetti , pero después de unas horas, escucho deleitado, Uaxuctum, una epopeya mística, un pasaje religioso de cariz trascendental. Toda una apología del sonido y de la trascendencia. Esa polifonía que me ha detonado los instintos más peregrinos, que ha levantado mis pensamientos más insospechados...

sábado, 25 de diciembre de 2010

Como bien advierte el autor, los filósofos han sospechado siempre de sus incapacidades para poder establecer axiomas o sistemas acerca de lanaturaleza de la música o de la música como concepto. La historia del pensamiento ha dejado escasas páginas que hayan abordado la música con férreo razonamiento. Destacan los libros de San Agustín o los de Adorno, pero no tenemos estudios centrados en la música como concepto filosófico o simbólico que supera a las demás artes y a cualquier expresión estética de los hombres.
La música está y es en el origen del hombre. Todavía hoy, como el propio origen del universo, su aparición y su qué son irresolubles. Lemos a Shopenhauer arrodillado ante la música como el único elemento capaz de aunar lo material con lo inmaterial, capaz de vincular lo sensible con lo suprasensibe, capaz de vehicular en la expresión humana la exactitud matemática con la festividad del espíritu.
Así las cosas, cuando uno comienza a leer el nuevo libro de Eugenio Trías, La imaginación sonora, no tiene una respuesta más que la celebración, porque este volumen es, desde el comienzo, un libro como pocos. Ojalá existiera para la literatura escrita en español un crítico o un lector que escribiera con esta lucidez y con esta clarividencia a pesar de la oscuridad natural del asunto.
Como escribe Trías, hay que remontarse al nacimiento de la escritura musical, desatendida por completo, para reconocernos allí, en ese seno insoslayable de la vida. Eso es lo que sucede con la música de Palestrina que ambienta la casa, parece surgida de un origen extraño y propio al mis tiempo.

viernes, 24 de diciembre de 2010

En estas páginas he ido dejando buena parte del lastre que me sobreviene como ser social, que tanto me incomoda y al que renuncio con más fuerza de un tiempo a esta parte. No profeso la asistencia a capillas de ningún pelaje, ni literarias ni religiosas, ni de caza o de carnaval.
Con el paso del tiempo, selecciona uno con más vehemencia los días que corren y las horas de asueto para poder darle trabajo a la mollera con un libro por delante o, lo que es aún más intenso, con una página por delante sin palabras. Por estos motivos, no puedo seguir manteniendo por mucho más mi educación cuando me pronuncio sobre estas fiestas o cualesquiera que tanto unen a los miembros de una comunidad, ya sea esta del trabajo, del vecindario o de la familia.
Es una falacia absoluta, rotunda, nefasta. Enmascara las miserias y nos relega a la más mínima dignidad. Nos anula, nos somete, nos arrastra al adocenamiento. Está en el lado contrario del mensaje que anunica. Así lo creo abiertamente, a pesar de que tenga que justificar (como un acusado) por qué dejo de ir a una comida o a una reunión de amiguetes cada año. El año que viene, en lugar de escribir un villancico, lo que haré será una tarjeta con un poema jocoso excusando porque prefiero el excusado que andarme ahogado entre los vivos.

jueves, 23 de diciembre de 2010

Ayer, cuando llegaba a casa en medio de una tormenta, me encontré a M.C. reclinada en el sofá con cara de niña leyendo un libro de poemas. Lo sostenía con tal agrado y satisfacción, que pocas veces la recuerdo así, con tanto entusiasmo por la lectura. Lo primero que hizo fue felicitar a los antólogos y al editor del libro, ya que, como filóloga, desarrolló la manía de la lectura lenta. No hay erratas, hay una gran diversidad métrica y temática, a pesar de ser un libro con un sesgo buscado; no sobran poemas y desde el primero (y no tanto hasta el último) el libro es una panoplia preciosista y una celebración de la poesía, me estuvo comentando.
Cuando intenté leer el título del libro, ella no me dejó leerlo, la noté con una actitud pueril que me llamó la atención. Comenzó, sin embargo, a leerme en voz alta algunos poemas de García Baena, de Aquilino Duque, de Antonio Colinas, de José Jiménez Lozano, me gustan todos, repetía insistente. Cuando hubo terminado de recitar el último verso, le dije que ya sabía qué libro estaba leyendo, “es el libro de los niños”, le dije entusiasta. Efectivamente, nunca un libro trajo tanta transparencia a la casa como éste, tanto deleite para dos niños que aún recuerdan, a dos tintas, los días infantes de sus lecturas.



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Hoy el viento azota el árbol que se aposenta delante de la casa. Lo zarandea como si fuera un enjambre al aire. De un lado a otro, sus hojas aguantan el derrumben, la escarcha y los latigazos, tremendos latigazos sobre su copa. Lo observo durante unos minutos, en silencio, sólo invadido por la música de Antonio de Cabezón, otro ciego imposible y fascinante. Con la cadencia de su vihuela, el árbol va pronunciando la fuerza de su tierra, la que lo aguanta y sostiene frente al envite. Me pregunto, ante el ritmo terciario que adquiere la música, ¿qué tierra es esa para los hombres, qué sustento poseemos para que no nos deshojemos tan pronto?

miércoles, 22 de diciembre de 2010

En muchas ocasiones, este diario es un cementerio de poemas muertos, de poemas embrionarios que jamás nacieron por su impotencia verbal y que terminan por configurar un mosaico de prosas sueltas y desvergonzadas. Como las almas del purgatorio, ser sin rumbo, eso es un mal poema.

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Un mal poema puede ser, en ocasiones, la mejor prosa.


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Aprenda a escribir novelas escribiendo. Aprenda a escribir ensayos escribiendo, pero, ¿y la poesía, cómo se aprende?


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La poesía es escribir sobre lo que nunca seremos dueño.
Ningún momento del día como la madrugada para escribir, como la madrugada en los montes sonorosos de la noche. Quiero que la escritura sea la respiración de la noche.
La lluvia cae con la lentitud de lo bello y de lo primero. Son esperanzas los rayos sobre el cielo, la luz que se quiebra en las retinas y se hace incomprensible. Qué belleza en esto para lo que venimos a este mundo en el que hemos nacido con los astros mudos. Aquí la música sólo es convocatoria, acaso azucena, mas puede el hombre intuir su trascendencia. La única unidad que nos queda con lo vivido es la respiración. Como estatuas, nos enfrentamos al mundo, como estatuas vivas. La poesía es la respiración de las estatuas.

martes, 21 de diciembre de 2010

Esta mañana, R. me decía que existen memos que se creen pintores y que se dedican a explicar sus obras sin haberlas creado o, lo que es más grave, habiéndolas creado sin valor en sí. A lo que le respondí que existen quienes se creen poetas que, sin ser conscientes de sus limitaciones, llegan a escribir que el pasado es un espejismo tan agridulce como la salsa de un chino.
Caen los días con la cadencia de una góndola arrumbada en la laguna. Desde la ventana de este palacio véneto, la belleza pronuncia las hechuras de lo posible. Ya es la tarde, la tarde toda y moribunda, porque en Venecia los albores de lo decible es la levedad. Aquí la luz es el dircurso de lo frágil. Allí donde ella reside soy por completo y en esta ciudad, que aúna el mar y la piedra, me deshago de mí mismo hasta ser alga pasajera. Nunca fui tan ajeno a la vida como en Venecia. me ontemplo asomado al palacete en que morí un día.

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Hay días en que uno escribe como si el mundo se fuera a terminar mañana. Y no debería el escritor hacerlo de vez en cuando, intermitentemente. Deberá escribir siempre como si las palabras estuviesen avocadas a la finitud más próxima. No caben concesiones a otras veleidades, sólo el vacío propio, el vertical intento de asirnos por de dentro para extraerse las tripas y ponerlas sobre la mesa.

lunes, 20 de diciembre de 2010

Los cuerpos disputándose la noche, la aurora como lira tañida por Orfeo, los cantos de la tierra recibiendo la luz, el baño sonrojado de un pubis La lluvia percutiendo sobre el sueño escondido que perfora y asienta la orgía perpetua de un álamo en la ribera.


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Toda la tarde observando la caída enfurecida de las aguas frente al mar. Las aguas turbulentas que se arrojaban sobre la lluvia acechante. Parecía todo una pintura de Turner o un olvido de un demiurgo recién nacido.


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No se escribe poesía para niños como no se escribe diarios para adultos. A pesar de esta creencia, sí he defendido el valor eufónico de la poesía en los niños, la sustancia fónica, la destreza musical, el ritmo embriagado como indiscutibles alimentos para las almas de los infantes.


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Abre los ojos, niño, que quiero ver las encinas.

domingo, 19 de diciembre de 2010

En la infancia anidan unos arquitrabes perennes que retoman su cuerpo al dictado del ánimo. Ellos, aun distantes de uno mismo, sostienen buena parte de lo que somos, a pesar de que neguemos y huyamos de ese tiempo quizás ya redimido. En la infancia, ya lo dijo Cernuda, sucede lo odioso, pero también lo que nos sustancia en buena medida.
Aparecen, en los días, la inteligencia y la capacidad humanas. Comienza a desarrollarse la sensibilidad, la abstracción, las aptitudes espaciales e imaginativas. La experiencia moldea al espíritu informe que nos habitaba hasta darle figuración: su rictus es el eterno que nos atraviesa.
Si uno encuentra la plenitud en su interior, puede llegar a escribir como Dante, algún verso parecido a Virgilio, acaso una reflexión ínfima de Shopenhauer, mas una cosa es la formación y el intelecto y otra, el talento natural. Es, precisamente, ese talento natural, esa acción indomable que desapareció en la pubertad y en la madurez, la que vuelve a convocarse cuando la necesidad se expresa en los renglones de lo eterno.

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¿Qué puede escribir uno sobre el libro IV de Geórgicas, de Virgilio? Otra vez las encinas en un canto sagrado sobre Orfeo, las encinas, de nuevo, presenciando la belleza de Orfeo: “amasando a los tigres y arrastrando con su canto a las encinas”.
Quedo arrastrado como esos árboles por las líneas de Virgilio y por el tremendo episodio en que machacan a Orfeo hasta despedazarlo y arrojarlo por diversos lugares del mundo, que son los de un río. ¿No será un suceso mitológico que explique el sonido del amanecer, el canto audaz de la aurora o la brevedad asonante de la noche?
Después de leer a Borges, anoté en el moleskine lo siguiente: “¿Habrá suerte mejor para un hombre que su mísera vida, que su profunda ceniza en la tierra, de su visión en los ojos ciegos de otras guerras?”. Sin saber qué me llevo a escribir estas palabras, me he detenido a buscarles una explicación, una causa primera.
Después de hacerlo, he encontrado un puñado de motivos. El primero, un diario es una elegía continuada y todo lo elegíaco es lírico, profundamente lírico. Lo segundo, en la vida un hombre caben todas las vidas, y sólo la nuestra es la especular. Tercero, y no por ello último, el escritor utiliza un paño para limpiar el vaho que se acumula cuando aplica la memoria. Ese paño que aclara y confunde, que verosimiliza la realidad, es la ficción.

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Cuando uno se para a contemplar su estado y a ver los pasos por donde ha llegado hasta lo que es; cuando uno se retira de la vida acumulada de ruidos y vacuidades, cuando uno se hace y tiene la consciencia de ello, sucede la plenitud engañosa. Porque la plenitud nunca se deja entender y toda ella es sugerencia, como la buena literatura.
De todas las artes, la música es la referencia sin mundo más absoluta. Y por eso, en el fondo, la literatura, y sobre todo la poesía, tiende a imitarla a pesar de sus burdas ritmicidades y de sus débiles palabrerías.
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Al escribir, he necesitado inventar dos palabras. mal síntoma este d la invenció léxica, porque, si como decía el griego la palabra es la cosa, ¿qué serán estos dos verosímiles ritmos?

sábado, 18 de diciembre de 2010

Por diversas circunstancias hoy escribo en la cocina de mi casa. Nunca lo había hecho antes en esta casa, escribir en esta cocina, nunca antes había urdido un texto para el diario, aquí, en pie, embriagado de olores y sustancias de la tierra. Lo hago cerca de un lebrillo cargado de frutas, porque nos gustan, sobre todo, las manzanas verdes. También hay naranjas, kiwis y limones. Mi abuelo era un adicto al limón, todo lo aliñaba con limón y gracias a él todavía utilizo el limón como un bálsamo infalible.
Sobre las frutas, descansa la maja o machacadera que utilizamos el domingo pasado para elaborar un ajo sanluqueño con la familia junto a un mosto recién comprado. Recuerdo ahora la estampa y sonrío: mi padre ejerciendo de ajero, mi madre estudiando las porciones, el resto entregados a las virtudes del vino.
Hay un aire en esta cocina de escasa voluptuosidad gastronómica, porque nos gustan los alimentos en su porción exacta. Ni siquiera el salchichón ibérico que cuelga de una guita desentona como lo haría un ripio.
Por otro lado, sobresalen las especias, por su colorido, así como los aceites y vinagres. Aquí declaro mi engolada manía de tomar un buen vinagre. Por supuesto, hay una cafetera que anida encima del fuego, perennemente, y este año una pata de jamón que vino hace unas semanas.
Ante las frutas, sólo nos queda imaginar el colorido de su piel como un rastro de su proteica vida. Ante ellas, ante su inmarchita felicidad verde o aterciopelada, me he sentido enjuto y seco, tanto como un higo que se declara a salvo del agua y de los jugos.

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Sólo puedo decir algunos título que leo. El libro de Fumaroli, a Vargas Llosa o a Tólstoi. También la biografia de Wiesenthal, aunque buena parte ya la leí en sus obras anteriores, la poesía de Borges, todos los días durante dos semanas he leído en el tren, a diario, las poesías de Borges. Bancos de niebla, Juan Carlos Palma, que presentamos ayer en Sanlúcar y de la que escribiré con más detenimiento. Y, en los últimos meses, releo la Biblia.
Intercalo páginas de mi admiradísimo Thomas Mann, de Yeats, Eliot, Cervantes. Herman Broch, fue leído durante algunas horas. Dante, siempre, Dante…mas, ¿para qué sirven estas colecciones de páginas huidas, estas menciones como frutas almacenadas en un lebrillo de barro, seco, desapercibido?

jueves, 16 de diciembre de 2010

Hoy, puede decirse, hoy, he descubierto las misas, de Luigi Cherubini.


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Hasta las mismas sombras de la infancia tienen un resplandor de promesas.
Un renacer muriendo, un hacerse contenido.

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En la plena grandeza espiritual, se accede a lo mítico. Del tiempo anecdótico de lo subjetivo se adentra la obra en la belleza, que es lo estático. Curiosamente, desde lo íntimo, que es lo más dinámico que existe, hasta lo externo; de lo subjetivo a lo objetivo, a lo en sí de la belleza. En ese movimiento sin rastro todo se ejecuta fuera de la razón. Llamémosle misticismo o profanidad del éxtasis.

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Hay páginas muy inteligentes en París-Nueva York-París, de Marc Fumaroli, sobre todo las punzantes reflexiones que ofrecen las páginas dedicadas al Renacimiento y el legado religioso cristiano entrelazados. Esta transición, de lo estrictamente religioso a lo pagano, pocas veces se ha tratado con esta libertad de juicio y de palabra. Siempre he leído libros que han partido de uno u otro extremo, del os que vieron la desaparición del discurso religioso una usurpación y un declive, pasando por los que se situaron, desde entonces, en una contrapuesta postura a todo lo que huela a cristianismo. Fumaroli concilia estas posturas y ofrece el jugo de lo que el arte se ha beneficiado. Propone un camino alterno para la interpretación y sobre todo una lección, hay que seguir indagando en las épocas que más han sufrido del raquitismo crítico.
Poreste motivo, he abandonado el estudio del arte contemporáneo, de este tiempo. Observo en Virgilio toda la plenitud acumulada de un poeta; en Tólstoi la reivindicativa asimilación moral del intelectual; en Cervantes la capacidad técnica más apabullantemente genial; en Dante el inicio, el principio, el Aleph absoluto de un poeta que lo fue todo, incluido estos días: "Hacer ver lo invisible en lo visible", como, por ejemplo, en el cuadro de Caravaggio, La conversión de San Pablo. Del paño que cualga a Courbet...

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Mañana estaré junto a un amigo, J.C.P., hablando de su libro, Bancos de niebla. Cuando eso suceda, por la tarde, en Sanlúcar de Barrameda, intentaré ejecutar el sueño de otro, de otra vida imaginaria. Es una vida escondida en un subterfugio que lucha diariamente por no perder fuerzas para nutrirse de las lecturas y de las imponentes palabras o pensamientos de los demás. Esa vida por de dentro, corriente subacuática, río profundo, que no debe empañarse con el ruido y la contaminación nefastas del trabajo. Eso, a veces, produce dolor físico, porque el tiempo se escapa entre los dedos como dos calandrias solitarias que han muerto de tristeza. Hay veces ese dolor es lágirma por la impericia de no poder dejar de ser humano para entregarme a ese trabajo que me convoca. Nadie me advirtió, ahora lo entiendo, de la religión del arte.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Es sueño de oboe y cuerpo de calandria, silueta de azul. A eso aspira un escritor, a lo que dijo Borges que era no la sencillez que no es nada, sino la modesta complejidad.
En estas anotaciones, que testifican un progreso, un umbral, un hacerse desde la reflexión de la palabra y la escritura, he soñado con la encarnadura de algún poema de Virgilio.
Todo sucede como si estuviese detrás de un crsital empañado. Sólo hay que limpiar el vaho.

martes, 14 de diciembre de 2010

Parece que el diario encuentra su fin y su principio al final del año, que con el calendario las páginas del cuaderno también se arriman a la circularidad. He de decir que esta estructura, de salvífica y renovada disposición, es como esa piedra de sol milenaria, como el agua bautismal de los ritos, como el diluvio calcado en las tradiciones ancestrales. Así el acuífero en que reposan estas letras, renovador pero estático, de solemne fisonomía raquítica. Índice de un mismo espíritu.
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¿Es acaso poema meditabundo este diario o umbral de lo anhelado?
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Vivimos y morimos y anhelamos. Esta hora, en la mañana, aún sin contar con el prodigio de la luz solar, se ha convertido en una suerte de anaclusa en la que puedo imaginar, por ejemplo, que hoy terminaré de escribir el poema que menciona los espejos de Borges; el que incluye el verso de Virgilio o la obsesión última con la vida y la moral de Tólstoi. Lo hago todo, escribo, en pie, rodeado de gente que fuma y que parece dormida, transidas sombras en silencio.

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Exactamente como en este momento. Desde el derrumbe y el corifeo de voces perturbadas por las sombras. Son sombras ellos mismos, especulares sueños de rabinos y demiurgos, retruécanos metonímicos de su luz embaucada y robada de la tierra.

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La más pura, la de la tierra, la que prende desde lo oscuro la claridad en sí. La más pura e impertérrita. La verdácea signatura de lo vivido.

lunes, 13 de diciembre de 2010

Notas para una novela. Pueden hacerse públicas las notas que uno escriba para ir conformando una novela, incluso un poema. Esas notas no son nada, acaso un rastro léxico, alguna huella semántica a priori de la materia literaria resultante.
Como un alfarero, que se vale del barro sobrante y humedecido que fue idea, como un carpintero que apura la última veta de una madera noble, así con las notas para una novela. Todo o nada. Riesgo o sumisión. A no ser que el novelista, como el último premio Nobel, requiera de la investigación, de la indagación histórica para urdir y operar en ellas con la ficción.
En mi caso, a pesar de que todavía no me haya adentrado en el relato de largo aliento, extenso, totalizador de la novela, en la palabra de oxigenación compleja, sólo puedo escribir tentativas más o menos acertadas, más o menos atinadas.
Como ocurrió con Cervantes o con Machado hay que dejar que la literatura termine mostrando su presencia en uno indiscutiblemente, sin tener en cuenta la edad o la condición social, sin tener en cuenta las miserias que rodean a lo literario. Escribe y cree en lo escrito, arroja una fidelidad emboscada sobre tu escritura.
Esa actividad copulativa, esa intransigente posesión que hace la literatura del escritor, hay que macerarla hasta el extremo de su asunción, ponerla en tela de juicio continuamente. No somos más que el lugar de las apariciones de lo literario y debemos ir desnudando los contornos de la palabra auténtica, no disfrazándola, ni engalanándola, sino todo lo contrario, sugiriendo sus contornos.
Lo que sucede, aun sin ser conscientes, es que prefiero, como decía Borges, la sana teoría a la práctica deficiente.

domingo, 12 de diciembre de 2010

A veces, una vida imaginaria. En ocasiones, una vida paralela. Siempre, la vida ajena.

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La silente cadencia de la vida...
Work in progress. La escritura se hace en su presente. La escritura se conforma en su formación. Es roca ígnea en un ciclo ínfimo, calcificación de lo acuático y fluyente. Débil insinuación de la mirada.

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Hace años, encrespado en las ambiciones académicas, pensé en hacer una tesis sobre la obra o algún aspecto de la obra de Vargas Llosa. Como era un aspirante ridículo y verderón a nada, esas ansias se diluyeron entre tanta estulticia y palabra huera del entorno. Es ahora, cuando se confirman algunas de las intuiciones que tuve, cuando me alegro de no haberla hecho, ya que estoy seguro de que no hubiera estado a la altura de todo un Nobel.
Preferí dejar a Vargas Llosa como un maestro de lo literario antes que como un fantasma que me persiguiese hasta que me dejara extenuado. Porque Vargas Llosa es como ese Flaubert que grabó en la cabecera de la cama “leer para vivir” y que leo con tanto gozo en Bouvard y Pecuchet, su obra maestra. Esa es la melancólica circunstancia a a que me incita la figura de Vargas Llosa, a leer y luego a escribir como la condena de un pez en el agua, contra viento y marea, con la travesura del sueño de un corazón en tinieblas.

sábado, 11 de diciembre de 2010

Este cuaderno, que tengo abierto sobre la mesa, con sus páginas garabateadas, trenzadas por sílabas inconexas, por pensamientos fútiles y por no pocas yoerías. Este cuaderno sin verbo, sin activa oración que lo reanime. Son páginas yermas sin ser leídas, mutaciones informes e insonoras. Sólo el lector produce la encarnadura de lo leído, sólo el lector. Y el autor es siempre el primer lector de sus obras. Escritor y lector, sístole y diástole, alumbramiento y defunción, luz y sombras, umbral fugitivo de las palabras, llama doble, luz de luz.
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Mientras el cuaderno reposa en su blancura, leo El libro de las mutaciones. Cuando lo hago, recuerdo el poema que le dedicó Borges, "Para una versión del I King": ”No hay cosa/ que no sea una letra silenciosa./ […]”Nuestra vida/ es la senda futura y recorrida”.
Una senda futura pero retraída, que se convoca con la memoria de la experiencia. La realidad condensada en la letra, porque la realidad siempre es silenciosa y sublime, porque pronunciarla es verter los sonidos de lo fugitivo en ella, donde no caben las palabras porque ella es palabra.

jueves, 9 de diciembre de 2010

Leo conmovido que León Tolstoi escribió algunos pasajes de Guerra y paz llorando. A la vez, anota en sus Diarios las sensaciones que persisten mientras escribe la monumental obra: “esta consciencia de poder constituye nuestra felicidad, la felicidad de los escritores. Este año lo he experimentado con singular fuerza”.
La conciencia de la felicidad en los escritores. Este paradigma está reservado a los grandes espíritus que aprehenden una época y la traspasan, a los que mientras crean son conscientes de la profundidad de lo creado. Lejana reflexión de la felicidad, imposible trabajo, enormidad del hombre para este minúsculo ejercicio de asueto. Ser perito en el espíritu, qué grandeza tan inefable.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Ni creer ni crear, sólo la conciencia.


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¿Puede la palabra exceder su memoria?


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Dice Ángel García López: “un verso puede desahuciar al cielo”...
La fe es un pensamiento inacabado.
Sucede en ocasiones que, sin conocer exactamente el motivo, alguna ciudad, algún autor literario, un pintor conocido, cierta música de cámara o alguna obra literaria adquiere una importancia sobresaliente en mi vida hasta el punto de que todo gira a su alrededor durante varios meses, incluidos aquellos previos en que ni siquiera la leo, la observo, la escucho, la atravieso.
Ocurrió con Cervantes, con Dante, con Homero así como con Tiziano, con Rubens o Velázquez. Por supuesto, lo de Brahmns fue una obsesión desmedida, tal que París o Venecia. En estos días, sin embargo, me sucede el síndrome Tólstoi. Estoy merodeando por sus datos biográficos, por los aledaños de sus obras magnas, por las anécdotas en su vida, por las ediciones de sus libros, las traducciones, etc. Es un acercamiento que realizo lentamente, como si alguien, al final de este pasaje, estuviera esperándome para explicármelo todo durante unos meses. Tengo la exacta sensación de estar hurgando en las vidas de otro, por muy plural y pública que esta sea.
He de decir que en algunas ocasiones, estos tanteos han terminado en nada, quiero decir, que no han cuajado en una relación fecunda entre escritor y lector. Por ejemplo, recuerdo las tentativas con Céline. O los intentos frustrados con James Joyce. De todos ellos, de toda esta experiencia de la lectura, voy adquiriendo nuevas perspectivas que amplían en hecho exacto de abrir un libro y comenzar a leerlo sin más. La lectura se ha ido edificando como un son lento para ser humano, como un rito cotidiano que se ha instalado en las bisagras que me sustentan entre este mundo y el que vivo, que me ayuda a bien morir en la sintaxis imparable de los días.

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Lo primero que he comprado ha sido el libro de Mauricio Wiesenthal sobre Tólstoi. Este maravilloso escritor ya había escrito valiosas y hermosas páginas acerca de Tólstoi en otros volúmenes anteriores que he leído con fascinación. Sin embargo, ofrece Wiesenthal un retrato completo y personal de Tólstoi después de décadas de obsesión con el personaje y de haber hablado con la hija del autor de marras.
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esta falta de referentes morales la creo como la mayor de todas.

lunes, 6 de diciembre de 2010

Escucha el círculo de los astros como si estuviesen quietos. Mantén atentos los ojos en lo invisible. Vuelca tu mano en el vacío de tus células. Armoniza tus palabras como la luz al mundo. En la silenciosa permanencia del mundo se esconde el fulgor poético.


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A veces recurro al diario para volcar en él alguna confesión íntima con la intención de que se trasluzca como si le hubiera ocurrido a otro, para que se acrisole en las trenzas de la ficción y se diluya en la vida de otro que las escribe. Cuando sucede eso, leo el texto al cabo de unos días con la distancia necesaria para obviar que no fue en ningún caso como pensaba por entonces, que las luces de antaño eran claroscuros de ahora.
Esta reflexión me ha llevado esta tarde a pensar qué hay al fin en un diario, qué queda a la postre en las páginas cansinas y monótonas de un diario cualquiera. Porque todos los diarios son literarios, más incluso los que pretenden ser fieles a lo que sucede. Escandir versos es pelar una manzana con suavidad; escribir un diario es hincar el azadón en la tierra cotidiana.
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Me persigue el anhelo de la cultura europea... Sin poseer los registros necesarios, tengo la percepción de que la cultura europea, la que ingenió esto que somos y que vivimos, va diluyéndose poco a poco. Estas ideas hacen que mis lecturas sean, cada vez, más selectivas, y que se dirijan hacia autores como Tólstoi o Dante. En estos autores, la cultura es interminable materia; en la literatura de ahora, raro es el caso que no sea putrefacta palabra.
Falta la admiración por los héroes caídos, la dignidad del fracaso de ser humanos, idealistas que pronuncian imposibles a pesar de su conciencia. Ahora sólo pervive el triunfo de lo inmediato, el triunfo en la vida, que es lo liviano y detestable y una teoría política que quiere hacernos creer que todos somos lo mismos. Por eso rehúyo de las capillas culturales, de los saraos literarios, de las comilonas que se preparan en los trabajos para celebrar la indecencia. No me digan más, que vuelvo al ser; no me digan más, que no hay par en los hombres de ahora.
Quisiera estar ahora en Londres a pesar del frío. Quisiera poder recorrer las calles desde el anonimato y sentarme en St. James´ Park a tomarme un bocadillo mientras voy pergeñando un poema que se aparece de pronto en una lengua ajena, la de la conciencia.
Merodear por Bloomsbury y en sus librerías, que son arterias de la ciudad, proteicas vibraciones para el lector. Luego, dejar mi cuerpo en la barra de una taberna, por ejemplo, en Belgrave donde, entre pintas, llegué a prometerte las encansiones del tiempo.
Desposeerme y abandonarme en las calles que rodean Westminster y rodar por ellas como un eco perdido. Desglosar las ilusiones que en el cielo gris se pronuncian con cada paso de la piedra. Pronunciar la lengua extraña de los vencejos por los parques y dibujar, acaso con la maleable sustancia de mis retinas, la sombra proyectada de este sujeto que escribe y que silabea el dulce son de ser humano. Coger en Victoria Station un tren sin destino y sentarme en ese vagón que sujetas sólo con tu mirada.

domingo, 5 de diciembre de 2010

Para los que no son escritores, para los que no sienten la escritura como actividad genésica, les es extraña y ajena la facultad de hacerlo. Extraña forma de vida, que dijo Vila-Matas, la que llevan los escritores. Extraña forma de persistir sobre los días: garabateando unas palabras que se amontonan sin saber por qué.
De un tiempo a esta parte, cada vez que en una conversación sacan a relucir esta maldita pregunta, me quedo callado, en silencio, con rictus de roble centenario. No puedo ni quiero justificar más esta forma de vida. El que no la entienda, que aprenda a respetar lo incomprensible. El que la lleve por otros motivos, que vaya tomando conciencia de su tontuna y su estulticia.
Llega uno a cansarse de tanta explicación y de tanta justificación. No hay nada más allá de escribir. Escribir, en sí, es ya una acción que completa una vida y que sustancia la de toda una generación de hombres. Incluso la toda una especie. Incluso la de una divinidad. Leer.Escribir.

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No llego al odio, pero sí a la maledicencia, cuando los demiurgos de turno se creen poseedores de supuestas verdades. Alguien tendría que decirles que son unos patanes y unos mediocres. Que son unos chamarileros de su propio ego. Porque no hay nada más ridículo que un demiurgo y su cochambre y su mugre desprendida en su ignorancia.
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Existen, igualmente, los que toman las ideas como testigo de sus vidas, los que entregan su vida y su inteligencia a los credenciales sociales. No puede uno relegarse a lo que está de moda. Ya está bien de tanta baratija tecnológica, de tantas aspiraciones banales, de tanta palabrería huera. A muchos de esos que se vanaglorian de las tecnologías y del lenguaje administrativo, les daría un libro, un libro para que empezaran a leer como es debido. Porque ahí reside uno de los mayores problemas de la sociedad de este tiempo: se ha perdido la esencia del hombre, que es la del conocimiento en sí, no el exhibicionismo torticero.

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…sólo faltaría pedir permiso para poder escribir o leer delante de un púbico. Creo que el acto de leer es el más revolucionario de la actualidad. Lea y será inevitablemente un revolucionario, aunque sea dentro de sí, aunque sólo las palabras se atrincheren por de dentro. Lea, y se verá. Lea, y comprenderá a la altura moral en la que nos encontramos. Lea, y suicide al hombre moderno que lo posee.

sábado, 4 de diciembre de 2010

El poeta, ¿es sujeto o es objeto de la poesía?


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Quevedo cerró uno de sus prodigiosos sonetos de la siguiente manera: “y no hallé cosa en que poner los ojos/ que no fuese recuerdo de la muerte”. Dice el editor que el último verso es una imitación de otro de Ovidio, pero poco importa la imitación en este tipo de composiciones. ¿Qué es la imitación cuando se produce la transformación léxica de una lengua a otra en toda su plenitud?
Lo deslumbrante de los versos reside en la naturalidad de lo improbable: el recuerdo de la muerte. Cuando un poeta inserta unos versos en una composición sin que esta decaiga por su estridencia racional, ha logrado lo que los poetas persiguen: la palabra plena, toda, en sí. Lo consigue Quevedo en este verso, cuando retoma el recuerdo de lo que nunca verán sus ojos, de lo que nunca sustanciará por descontado sus poemas, de lo que nunca fue memoria aun siéndolo en la escritura.
Creo que Valle-Inclán dejó la teoría de lo que ya escribió Quevedo en este verso.
Me detengo en las líneas y en los trazos de Angelus novus, de Paul Klee, después de leer las Elegías, de Hölderlin. Parece que el ángel está desafiando a la antigüedad que lo detiene en sí mismo y que lo incapacita para poder aprehender lo divino. Estas reflexiones surgen, acaso, de las palabras que el propio Hölderlin urdió en cierta ocasión: “ así, en soledad, no puede poseerse lo divino”. En la soledad no puede poseerse lo divino porque el hombre llega a comprenderse a sí mismo, desde lo lejano, desde la ausencia, desde la otredad. Comprender al hombre es evidenciar la imposibilidad del hombre ante el mundo de entenderlo.
Es lo que le sucede al ángel de Klee, que se encamina en sí mismo, alejándose de la imagen especular que durante tanto tiempo lo retuvo en la misma forma inevitable. Sólo la muerte es el límite contemplativo para la vida del hombre. Lo demás es silencio y claridad. Claridad que puede convertirse en luz. La luz caída del alma.

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La poesía es revelación, es tentativa por abrigar la otredad desde nosotros mismos. No hay categorías que a priori que lo poético pueda aprehender. La poesía es una revelación en la brillantez del presente, un presente continuo que se cierra con la lectura y que sólo se recupera con la memoria del verso. Es levitación sobre el raciocinio, superación imaginada de la naturaleza y a la vez naturaleza toda. La poesía es el estigma de la lengua.

jueves, 2 de diciembre de 2010

La llama de un hacha en un espejo es una de las imágenes que Dante utiliza en el Paraíso para hablar de la fugacidad y de la especular visión humana sobre los conceptos trascendentales. Llegado a las cercanías del Empíreo, el texto se desbroza; las palabras y los conceptos consiguen iluminarse de continuo y, cada vez, el magno texto de Dante se va convirtiendo en un artefacto cristalino, límpido, puro, indefectable.
El texto se precipita hacia una recelosa luz amanecida. Ya en el Canto XXX podemos leer todavía un verso de incalculable valor: “y este mundo/ horizontal reclina ya la sombra”. La horizontalidad del mundo frente a la verticalidad del individuo, humanidad frente a concreción, la categoría encontrada con la anécdota. En esa introspección individual, ocurre la luz primera, la que convoca los astros de nuestro universo interior, la que arroja la realidad incomprensible e indecible, la que pronuncia asilábica las fragancias del ser. La luz entendida y entendiente.

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La misma que recorre los versos de Leopardi: “l´estremo albor della fuggente luce”, cuando Giacomo describe el ocaso de la luna desde sus ojos, el ocaso de la luz de las sombras. Es el momento en que palidece el mundo en las frondosas iluminaciones del ser. Poco después, dirá: “tal si dilegua, e tale/ lascia l´età mortale/ la giovinezza”. Eso es, así se esfuma e igual deja la edad mortal la juventud.

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De la misma naturaleza son los versos de Wen fu en Prosopoema del arte de la escritura. En el poema V, titualdo "Infinitud y medida", escribe al final: “Porque el discurso sólo alcanza/ su fin cuando trasciende”. Y digo ahora, porque el discurso sólo alcanza su plenitud en la tarscendencia que es donde se desdice el mudno.

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Cuando uno emprende la tarea del ser, es decir, reconocer su mortalidad, tiene la sensación de que esta condición es un castigo o un retroceso. Un alejamiento de la luz, que es la plenitud de la belleza y de lo inefable. Así Schiller en Lírica del pensamiento: “Cuando expulsó el creador al hombre/ de su presencia a la mortalidad/ y un tardío retorno hacia la luz/ le ordenó hallar […]”.
El mismo Schiller balancea su razonamiento estético cuando unos versos antes escribía: “Lo que como belleza acá sentimos,/ un día a nuestro encuentro vendrá como verdad”. El camino de la belleza como el cauce hacia la verdad...
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Paul Valéry, en Cahiers, dejó algunas sentencias perladas de ingenio: “Cuando una obra alcanza la Belleza pierde a su autor”. La obra, por tanto, como una lanzadera en búsqueda que se desprende de su autor, de toda individualidad, del lastre de la finitud que es el hombre y que comienza a ser aprehendida por todos los hombres predispuestos. Con esta anulación del individuo se produce la luz y con la luz la Verdad. Verdad y belleza, haz y envés de la misma condición deseante del hombre.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Esta mañana, a las seis y cincuenta y dos minutos, me encontraba en la estación de tren leyendo a Virgilio. Tenía abierto el volumen de Bucólicas y Geórgicas, cuando me asomé al andén que está cercano al campo. Desprendía la reciente humedad una zozobra virgiliana que me apabulló a pesar de que estuviera levantando, a esas hiras, el vuelo de la mente. Durante unos minutos, respiré con profundidad y quise que la respiración se convirtiera en un ejercicio literario, tal que los consejos de Rilke. Respiraba, respiraba, una y otra vez, respiraba. Hasta que memoricé el inicio de Geórgicas: “Qué hace fértiles las tierras, bajo qué constelación conviene alzar los campos y ayuntar las vides a los olmos”.

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Leo, mientras tanto, El legado de Homero, de Alberto Manguel. El autor argentino recupera unos oportunos versos de Heine que quiero trasladar a la respiración de esta mañana, porque lo que penetró desde la humedad fue la lucha entre los sentidos y lo imaginado, entre la ficción y la oxigenación de lo material. Heine, en un intento de conciliar la mitología clásica con la religión cristiana, escribió: “La discusión nunca terminará./ La Verdad siempre disputará con la Belleza./”. Exactamente. Respiración, Belleza, Verdad confundidas.

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Y, con todo, cada día anhelo más la potencia vital y estética de la Divina Comedia, de Dante. Recuerdo enfervorecido que algunos pasajes, rayanos en la plenitud poética, han quedado en la memoria establecidos con tal fuerza y desmembramiento que todavía siento el arranque de principios que supuso. Me imagino leyendo cuando subía por la Via San Ercolano, en Perugia,
la obra de Dante. La calle era una empinada cuesta que se emparentaba con la dificultad de algunos pasajes de la obra. Aunque, sobre todo, recuerdo las sesiones en la Biblioteca Nacional de Florencia acompañado de la Enciclopedia dantesca abierta sobre la mesa. Homero, Virgilio. Dante. Nombres para toda la vida, nombres para la literatura toda.

martes, 30 de noviembre de 2010

No quiero esta vida, no quiero presenciar lo que presencio ni dar testimonio de lo que testimonio; no quiero embadurnar mis ojos con las algas de la banalidad y la paradoja de ser vivo, porque sólo verán tus ojos. No quiero ni deseo las propiedades de este hombre que me sobrevive, que escribe, lee, ama, siente como un búfalo; no admiro a los que se sienten plenos, porque son falacias de la materia; no envidio a los que dicen sin ser en sus palabras, porque serán avenidos de la nada. Para los que piensan que la vida discurre entre sus vacuas actividades, deseo la ignonimia; para los que dijeron alguna vez quiero fundirme con lo nunca dicho, aquí tienen su hospedaje, porque nadie nunca entenderá lo que es hasta que no se establezca en la parábola de sí mismo.

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Borges se obsesionó con un verso de Virgilio, Ibant oscuri sola sub nocte per umbram…creyó en él como el más cristalino escrito jamás. Borges, según algunos testimonios, memorizaba los poemas o los versos que formaban parte de él, incluía en su acervo lingüístico los giros sintácticos de otros escritores. Desde hace tiempo memorizo más que leo y siento un gozo incomparable cuando reproduzco, por mi boca muerta, los versos de los grandes espíritus.

lunes, 29 de noviembre de 2010

Tengo sobre la mesa un libro de Virgilio, Eneida, y otro de Pessoa, es decir, de su heterónimo Alberto Caeiro, Poesías completas. Al hojear el libro, compruebo que, en su momento, escribí unas notas al margen de algunos poemas. Por ejemplo, escribe Caeiro: “Yo no tengo filosofía: tengo sentidos…”. Junto a este verso dejé glosado: “Sin embargo, el hecho de pensar que no debe pensar acerca de la realidad supone un pensamiento, el no pensar como filosofía. Esta sugerente metafísica se restituye en el poema V: “Bastante metafísica hay en no pensar en nada”. A este respecto, escribí: “Poética esencial de A. Caeiro: el primer verso lo condensa todo”. Algunos versos después, en ese mismo poema, escribió Caeiro en manos de Pessoa: “¿El misterio de las cosas?¡Qué sé yo lo que es el misterio!/El único misterio es que haya quien piense en el misterio. “ Claro, como ese verso de Ángel González, “si existo es porque tú me imaginas”.
En el poema VII leemos: “y nos vuelven pobres porque nuestra única riqueza es ver”. A su lado, mi letra menuda, escrita a lápiz: “exaltación de lo sensible, la mirada como creación de la realidad. Existe lo que veo, veo lo que existe. Me veo, diría Pessoa”.
Y, para terminar, una sentencia diluida en unos versos prodigiosos: “los seres existen y nada más,/ y por eso se llaman seres”.
Todos estos rastros de la lectura me han conducido a un estado de añoranza sobre alguien que fui pero que desconozco, sobre alguien que escribió después de una lectura que, ahora, no recuerdo como entonces. Esta será la estación del lector, ser uno en la múltiple pero concreta escritura inconsciente.
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Virgilio, ay, Publio Virgilio Marón. Nos recuerda Borges que Leibniz urdió una parábola en la que se proponía dos bibliotecas: una de cien libros distintos, de distinto valor; otra de cien libros iguales, todos perfectos. En palabras del propio Borges, es significativo que la segunda conste de cien Eneidas.

domingo, 28 de noviembre de 2010

Propuso Ricardo Menéndez Salmón un debate acerca de la importancia del escritor en la actualidad, ¿cuáles son los límites y cuáles son los compromisos culturales y sociales que debiera asumir? ¿Es una opción individual que no se presupone?
Después de que desarrollara un alegato sobre un tipo de literatura de la que me siento muy afín y de que se desvinculara de la narrativa de crema, me quedé pensando -lo hago desde el jueves- en el artículo que escribió Mauricio Wiesenthal sobre Tólstoi, porque, en definitiva, los dos estaban percutiendo en la misma cuestión.
En principio, no creo en la obligación moral que lleva al escritor a alzarse en intelectual comprometido con su tiempo, con las injusticias y con el rumbo espiritual del mismo. No creo en la obligación de desprender su voz en los medios de alcance social. La obra surge desde la urgencia literaria individual de leer y escribir y es la soledad el estado natural de la creación.
Por otro lado, es cierto que el intelectual debe estudiar la evolución de las culturas para poder aprehender los temas humanos en sus distintas formas, es decir, los temas que nos hacen humanos han tenido materializaciones diferentes en las distintas culturas. Esa transformación de lo eterno y común sí debe ser estudiada y asumida para poder entroncar con el espíritu de tu época. Para esta tarea, el escritor sí debe convertirse en un lector de materias importantes como la filosofía, la antropología, el fenómeno religioso, la ciencia o la historia de las distintas disciplinas. Debe hacerlo para impregnar su obra de lo que nos conmueve como humanos, para diluir en ella la materia de lo humano.
La sociedad actual es el territorio de lo especulativo, es un rancho platónico en que los seres se sienten tentados y persuadidos por las realidades especulares que no les conducen a nada. Esos impulsos se producen en las artes, incluida la literatura. Los escritores se dejan atrapar por la moda, por la propuesta efímera, por la tendencia fugitiva que termina por desaparecer sin habe dejado fruto alguno.
Quizás, esta circunstancia se produce porque desde los estamentos políticos, sobre todo de corte pseudo-izquierdista, han insuflado en la mente de los ciudadanos que todos lo pueden hacer todo, que todos lo pueden conseguir todo, que la educación o la cultura es asumible por cualquiera. Eso es una falacia descomnal. Así, cualquiera piensa que su obra está a la altura de un genio literario y que su obra, por original y por ser escrita por un hombre, merece el mismo respeto que la de otro. No, no es la misma obra la de Kafka que la de otro hombre, no es lo mismo la obra de cervantes que la otro.
En esta incoherencia, ocurre que se ha obviado el proceso y el trabajo que ha llevado a un escritor a convertir su obra en algo humano, en un monumento que conecta con las constantes de la humanidad y, por lo tanto, con la evolución del espíritu de las épocas. Eso sucede muy pocas veces, demasiado pocas. Y visto el panorama, será difícil que con las ilusorias manías de los escritores de hoy, podamos leer, en estas décadas, una obra literaria de este calado. Sólo hay que echar un vistazo a los “proyectos narrativos” que están escribiendo algunos literatos para caer en la cuenta de que la situación está totalmente desustanciada.
Por tanto, la primera tarea de un escritor es leer. La segunda, escribir. La tercera, conectar la lectura con la escritura. La cuarta, si posee el talento y ha desarrollado el trabajo necesario, escribir una obra que descubra, a plena luz, el espíritu de esta época que es la naturaleza sentimental del hombre.

sábado, 27 de noviembre de 2010

Esa arrolladora presencia que nos bordea, asume y que llamamos poesía.

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Queriendo nombrar la oscuridad de las raíces dijo al ser.


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Una palabra, magma especular.

viernes, 26 de noviembre de 2010

Escribo a escondidas. Dentro de poco llegarán M.J. e I.P.C. con ellos, la amistad, la literatura, el alcohol que destila inteligencia y vida. O lo que es lo mismo, vida y literatura.

jueves, 25 de noviembre de 2010

Tiene el cielo los dorados pedigüeños de la oración muda, el cielo de este barro que me embate. Tiene el horizonte la amplitud de mi espíritu, el horizonte paramero y en tristura. Tienen las huellas, las huellas que destilan estas letras, la delicuescencia de la ficción. Tiene la luz su ocaso entre los ramajes de mis manos y el cuerpo modelado de lo eterno.

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Cuando comienzo a escribir en mi moleskine negro lo hago con un arranque precipitado. Con efusión redacto algunas líneas que calientan la muñeca y la mollera. Lo hago con un pequeño bolígrafo,-que ya ha aparecido por estos diarios-, que me regaló M. Creo que la tinta está a punto de entrar en la mudez.
Quiero que me suceda esa mudez de los bolígrafos, porque aparecen de repente y por empacho, quiero decir, que deseo la blancura del bolígrafo sin tinta porque, cuando eso suceda, será la señal de que escribo sin conflictos, casi transparente, tan solo marcando la presencia del ser que las vehicula y las obliga. Porque el escritor es un emperador sin reino, un demiurgo acechante y acechado.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Esta mañana, en el tren, coloqué el libro de A.C., Tres tratados de armonía, encima de la bandeja que me acompaña. Cuando lo hube sacado, la señora que iba a mi lado comenzó a mirarlo como si estuviera extrañada por aquel volumen que ni era novela ni nivola ni templario en vinagre. Estaba pensando, mientras ella se colocaba el abrigo sin pliegues debajo de sus posaderas, que era un músico que leía algún tratado de armonía musical. La portada del libr, para colmo, es un músico en un detalle de Presentación en el templo, de vittore Carpaccio.
Fue a partir de ese instante cuando hice de músico y comencé a escribir, en las guardas del libro, unos pentagramas enigmáticos con melodías cargadas de compases ternarios, con blancas y corcheas por registros graves. La señora seguía ensimismada, observando cómo alguien escribía supuestamente unas partituras embrionarias. En esos momentos de alborada, supuse la música de Corelli en aquel papel apócrifo. Sin embargo, cuando pudo comprobar la señora que en el libro no aparecía ningún pentagrama, sino algún poema y breves textos que yo no dejaba de subrayar y de glosar, no puedo contener su indiscreción, “perdone, ¿usted es músico?”, dijo con ademán serio. Sí, le dije, mi nombre es Arcangelo y, sin que ella lo supiese, le pronuncié de memoria un pasaje del libro: “señora, acabamos siendo lo que contemplamos con aceptación, con amor. Acabamos siendo el ámbito de lo que respiramos y en el que hallamos la plenitud del ser: la armonía.”.

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Recordé un fragmento de Pessoa, del Libro del desasosiego, en que dice tener en la mesita de noche un tratado de retórica. Como últimamente imito la letra y la vida de los escritores predilectos, agarro de los estantes todos los tratados de retórica y manuales de métrica con el fin de comenzar a leerlos. De inmediato, caigo en la cuenta de que Manrique utilizó la sinafía y la compensación magistralmente y que Juan de Mena era un virtuoso frígido. Luego reparo en la cadencia de fray Luis, en la ritmicidad (vocablo que habría que inventar) inigualable. Y ahí me quedo, con la música de fray Luis. Cuando esto sucede y repito sus versos en voz alta, en el salón de la casa, M. me pregunta qué sucede, “es de nuevo la armonía”, le contesto, “la armonía”.

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Creo que hoy he leído caninamente, como decía James Boswell que leía Samuel Johnson.

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En el capítulo XIX de la primea parte de El Quijote sucede una de las primeras genialidades: “el sabio a cuyo cargo debe de estar el escribir la historia de mis hazañas”. Esa consciencia temprana en el personaje, emboscada en un tono equilibrado y perfecto para tal cometido. ¿No tendríamos nosotros que invocar esa reflexión para nuestra vida? ¿No tendríamos que estar a la búsqueda de la armonía que nos entrona como humanos, que nos posee como naturaleza?
La poesía es la raíz en la oscuridad que conduce a la luz proclamada. La poesía es la irreverencia del hombre ante la naturaleza dada. La poesía es la magnitud del pensamiento del hombre. La poesía es la verdeante rama desnuda, la fastuosa armonía minúscula del hombre, la historia conseguida de los nombres en la tierra con tierra y polvo finitos.

martes, 23 de noviembre de 2010

Con J.S.M.
Recordando a Platón. Hay una lección poética que pasa inadvertida al final del Fedro, cuando dice Sócrates: "Amigos, los sacerdotes del templo de Zeus en Dodona afirmaban que las primeras palabras proféticas salieron de una encina. A la gente de entonces, [...], les bastaba, en su sencillez, escuchar a una encina o a una piedra con tal de que dijeran verdades".
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Quevedo, avejentado, en el Convento de San Marcos, en León, leyendo desde la mañana a Catulo, Juvenal, Horacio, Homero, con los maitines abigarrados en los muros de su patria mía. Sus incisivos ojos, devocionarios de la palabra, arrastrados por las letras. Un hombre sólo que alcanza la humanidad.
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Ante las conversaciones jugosas, que se establecen límpidas, caídas del azar y de las aguas serenas, sólo puede uno asumir los aprendizajes. Como neurótico, me quedo pensando en las conversaciones como si tuviera que reproducirlas en una escena de cine que estuviese esperando mi actuación. Recuerdo los gestos, incluso las posturas más peregrinas. Los frutos venideroshan sido una alegría inesperada.
Lo que sucede, sin embargo, es que cuando soy consciente de la valía de unas horas en manos de otros que mejoran la vida, que la hacinan con mejor calado, soy un melancólico sembrador de encinas en la noche que sólo vislumbran en la memoria lo indecible.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Quería pronunciarse la luz entre las lomas, mas los pezones del alba lo impedían. Parecía arrancarse de sus raíces para proclamarse en la humedad de la tierra que abarca el campo tempranero. Unos pájaros cruzaban el horizonte como esquirlas del silencio. Prendidos los arenales, el hueco de la vida en la negrura brotaba como desierto del alma, como escondite del olvido. Había una quietud que rezumaba una plegaria inaudita. Quiso la noche retirar sus desvelos y asirse a la luz como enramada, como una buganvilla muda. Por eso al amanecer se amoratan los cielos.

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La estampa era la de la encina. Con su copa entreabierta y politeísta; con su robusta tez de evangelista primitivo. A su sombra, leía unos poemas escritos con lentitud, aunque la lentitud no sea un pronóstico de nada en la literatura. Sin embargo, el noble cuerpo del árbol es una lección poética que ahonda en la silueta indecible que a todos nos persigue.

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Por la mañana, durante mi pasaje en tren al trabajo, leo el libro de A.C. Lo hago con entusiasmo y a pesar de que todo el libro sea uno, el mismo, siempre. Son textos breves, pero cargados de profundidad y de sabiduría. Son textos que, en ocasiones, tienden a arrimarse a lo lírico, incluso a lo estrictamente poético. Y es entonces cuando el escritor se olvida de toda esa luz y esa evanescente claridad de la que predica sus virtudes y se subleva a la palabra, a la palabra como río, como arroyo que choca en las piedras y persigue su destino....y la palabra revoca en el hombre, como un todo, en el hombre que la convoca y la renueva y la devuelve a la cercanía del silencio del que nunca tuvo que haber surgido.

domingo, 21 de noviembre de 2010

¿Debe escribirse sólo una vez al día en el diario? Esta pregunta lleva varias semanas presentándose cada vez que me siento, meditabundo, a escribir después de haber leído un libro, contemplar la naturaleza o haber dedicado el tiempo a la banal insurrección al trabajo. Pienso que escribir no se ejercita en la cantidad de palabras que uno termina escribiendo, escribir es replegarse sobre sí mismo. Es un ejercicio circular, por eso la virtud está en la variación sobre un mismo tema, sentirse un Balzac en miniatura, no levantar la mirada del libro y liarse a dentelladas con la vida.
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...en este mundo de tecnologías, algunos han perdido las pocas cualidades que le quedaban para
ser humanos.
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...y ellos mismos, en limpio.
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...
Cuanto más profundizo en algunos temas, menos palabras me quedan para advertirlo. Cuanto más anhelo tengo de explicar lo sucedido en la mollera, más diluidos y débiles encuentro los conceptos. Será, acaso, una advertencia para que comience a leer y a pensar en la filosofía oriental como los alemanes del XIX (Schelgel, Fichte, incluido Shopenhauer,etc.), es decir, como una corriente alterna, paralela, cargada de contrapartidas que completan la interpretación occidentalizada de la que partimos. Por ejemplo, el río de Heráclito es un río externo, que se contempla desde fuera, como algo ajeno. Sin embargo, el río, en el Libro de los cambios, es algo interior, natural: el río es el hombre mismo y lo que le rodea.

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Cada vez leo menos novelas y M. me pregunta por qué dejo de leer novelas cuando gran parte de la biblioteca contiene novelas. Le digo que será necesario replantear el concepto de novela que ha quedado hasta hoy, que será necesario configurarnos como lectores; y que a lo mejor la novela, como tal, como género proteico que me satisface por su profundidad y capacidad de amalgamar el concepto y la palabra, pertenece a otras épocas. Con ello, M. me vuelve a reprochar que no es una razón convincente. Y es cierto, le digo, muy cierto, pero cada vez aprecio más la literatura que se camufla en lo no literario, la palabra que brota natural sin escamas, el verbo sumergido, el que produce gozo y no extrañeza, el que se acerca tanto a los absolutos que nos dejan tiritando, sin apenas tener tiempo para definir su género. Ante esta palabrería, M. sigue afirmando que existen novelas fastuosas, que indagan en el espíritu humano en ocasiones mejor que muchos libros de poemas o diarios. Y le vuelo a decir que tiene toda la razón. Ante el callejón sin salida, agarro El Quijote y comienzo a espigar sus páginas, aquí y acullá. M. sonríe y yo con ella.

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Esta mañana, por ejemplo, se muestra con una claridad que desdice cualquier tristura. Lo ha hecho temprano y así puedo confirmarlo, pues he dormido poco y he visto el ocaso de la noche. Cuando hubo salido, lo hizo sin estridencias, sólo murmurando entre las ramas desnudas del invierno. Junto al rocío, ha despertado la humedad de la tierra con sus rayos. Y ha penetrado tan lentamente en la oscuridad de la tierra, que los árboles y las plantas, los pájaros mañaneros han cantado la huida de las sombras y la venida de la luz. Hay lecciones en el contorno que no apreciamos, como no apreciamos que la respiración es una cuestión musical. La respiración de las estatuas, como decía Rilke.
No debemos ser estatuas que se alejan de su fuero interno, tendríamos que explorar y trazar en el río, aunque sea con el furor del siroco, nuestras huellas como hombres.

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Antes de que amanezca, antes de que la luz lo recoja todo en un haz soterrado y circular, abro un libro de poemas. Trato de hacerlo con los dedos amalgamados y sensibles, con lentos movimientos. La poesía de C.R., esos versos nutricios y parejos con el campo, los que iniciaron su poesía pocas veces superada, son don y son ebriedad.
Cuando termino con C.R. me voy a los estantes en que descansa Calderón. Tengo en la mente el inicio de La vida es sueño y no pocas veces he dicho, en alto, en las clases de esta semana, algunos versos de ese comienzo. Calderón ha ido sumergiendo y ganando posiciones con respectos a oros poetas.
Creo que uno corre parejo con el viento y que esa sensación matutina es la que me lleva a escribir, en esta mañana de bendiciones, como si fuera trenzándome con un hipogrifo, como un rayo sin llama, más bien como un bruto sin instinto natural confundido en un laberinto interno, en un río interno, que soy yo mismo despeñado y desbocado.

sábado, 20 de noviembre de 2010

Escucha el círculo de los astros como si estuviesen quietos. Mantén atentos los ojos en lo invisible. Vuelca tu mano en el vacío de tus células. Armoniza tus palabras como la luz al mundo. En la silenciosa permanencia del mundo se esconde el fulgor poético.

jueves, 18 de noviembre de 2010

Una tarde de agosto, cuando el sol se declinaba por la desembocadura del Guadalquivir con el desmayo de la calima, escuchaba la música de Corelli. En esos años fue cuando comencé a leer poesía. Recuerdo a Rubén, a Machado, el romancero. Mi padre, que a pesar de no haber estudiado en su vida y de no haber contado con una formación adecuada, siempre ha entendido mi posturas ante la vida. Creo que sintió, desde el comienzo, que mis ojos se desorbitaban cuando me dejaba dinero para comprar algún libro. Mi padre me daba setecientas o mil pesetas para que yo, imberbe, suministrara el capital en libros. En esos inicios, sin concierto ni criterio orgánico, leía a Neruda junto a los que he nombrado. Luego, en el instituto, cuando se convocó el primer premio de relatos, escribí un cuento sobre un músico que escuchaba la música de Corelli cuando llegaba la noche. Era un músico con las características oraculares de Laoconte. El premio consistía en unos libros de Garcilaso, Lope de vega, García Lorca y Unamuno.
Esta tarde, que vuelvo a Corelli, como de la marisma, se ha venido este recuerdo peregrino. Junto a él, la profesora, Manuela, que nos leía los versos de Machado, de los Machado, en mejor decir, ya que con ella fue cuando escuché la música de Manuel Machado, sus razas y sus morerías. Por aquel entonces, la vida era una dilatación continua, una expectativa rotunda, alargada, que se iba cargando de árboles frutales, colmado de semillas en la negra espalda del tiempo. Las he recordado con los compases del Concerto grosso. No. 1, y con el alma en vilo, porque se van avejentando, los recuerdos como las hojas caducas sobre el asfalto.

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La poesía es la unidad inaprensible.
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De estas anotaciones de diario poco quedará, acaso un temblor de sombras acurrucadas. De estas líneas, que fondean en lo ágrafo, que no sostienen armonías ni causas, sólo defectos de un hombre invisible... De estas anotaciones, que vuelven a tañirse sin ellas mismas, que son el hueco sucedido de la nada, la esfera luminosa de nadie, sólo diré que jamás fueron escritas.

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En el volumen que siempre manejo para leer poesía de trovadores, trouvères y minnesinger anoto la gracia y la virtud de los poetas y cantores. Hay versos realmente prodigiosos escritos a mitad del siglo XII, desprendidos de retoricismos y prebendas a la palabra inválida. Escribe, por ejemplo, Peire Vidal de Tolosa: “Ved cómo es el mundo/pues a quien más lo sigue, peor le va”. Peire Vidal fue hijo de un peletero, según las leyendas, y a quien un caballero de San Gil le cortó la lengua por estar engañándolo con su esposa. Algo más tarde Uc dels Bauls lo sanó. Cuando esto hubo sucedido, se embarcó a Ultramar, se casó con una mujer griega de la que decían que era sobrina del emperador de Constantinopla, por lo que el loco músico y poeta creyó que debía heredar el imperio. Por estos motivos, cuando uno lee El Quijote y ha leído estas historietas que trazan la vida de estos ministriles, dudo mucho de que Cervantes no las hubiera tenido en cuenta para forjar su personaje.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Hace años leí el libro de Mircea Eliade, Lo sagrado y lo profano. Estos días lo he vuelto a releer sorprendido por la vigencia que poseen muchos de sus planteamientos. En el tren que me lleva al trabajo, voy leyendo los libros que pienso que mejor se adaptan a las circunstancias del viaje: su duración, su acomodo, la hora en que se produce; y éste de Eiade es perfecto para el asunto. Además, teniendo en cuenta que el viaje a través de los raíles convierte a los usuarios en adocenados seres de costumbres cerradas, los libros que uno elija para tal fin deben servir para romper esas correas de amarre.
Lo sagrado y lo profano. Trato de extrapolarlo a otros fueros, como el literario y es, desde esa perspectiva, cuando subrayo frases como las siguientes: “la incapacidad humana para expresar lo ganz andere: el lenguaje se reduce a sugerir todo lo que rebasa la experiencia natural del hombre con términos tomados de ella”. Estas palabras, que tan hondamente expresan lo que de inefable nos queda como hombres desde la antropología religiosa, me han hecho repasar la cita de un dicho sufí que encabeza Tres tratados de Armonía, de A. Colinas: “¿de qué sirve que las criaturas humanas inventen una narración que explique la existencia cuando las realidades de la naturaleza son, en sí mismas, una lectura lineal de cómo es?”.
Estas reflexiones las hacino en la memoria. Anoto en mi moleskine algunos versos que quieren aparecer a pesar de la inconsciencia; unos párrafos que abordan el problema de la escritura como bien solitario; etcétera. Cuando faltan pocos minutos para que tenga que comenzar a trabajar, esto es, a desvivirme, escribo una pregunta: ¿cuál es la experiencia natural de la armonía?
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La poesía es perenne y subjetiva, nace del individuo para acogerse a lo universal, proviene de una mano para rasgar en las entrañas, combina la perfecta finitud del hombre con sus aspas abiertas a lo eterno.
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Hay veces que el mundo nos indulta.

martes, 16 de noviembre de 2010

Lo lírico es la transmutación, la avería en el raciocinio humano, el caos en la cosmogonía de la palabra. Mientras que lo discursivo, que permea en el poema demasiadas veces, ordena el pensamiento y lo traduce en parámetros espacio-temporales. Evidentemente, en el discurso lírico, esos parámetros quedan sujetos a una radicalización de la lengua a favor de la literatura (véase literatura como sendero, tránsito a...Belleza, Verdad, Luz, Realidad, etc.).

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Le comento a un amigo que he comprado las Obras completas de José Ángel Valente. Cuando termino de explicar que los libros son el gasto más continuo que puedo testimoniar, se queda con el rictus algo desenfadado y peripuesto. Su rostro parecía discutirme la elección de ese poeta, la elección de ese libro. Parecía que me estaba advirtiendo, desde su sapiencia, cómo había podido comprar eso o cómo aprecias la poesía de ese bardo menor o, simplemente, cómo no habías leído, bien leído, digo, a J.A.Valente, cuando yo me sé de memoria algunos poemas. Esa extrañeza del amigo me dejó en una incógnita que quise despejar rápidamente, porque cada vez me voy dando cuenta de que las dudas hay que despejarlas a sabiendas de que son irresolubles. Para ser más exactos, le dije que había terminado de leer Interior con figuras, un libro escrito desde 1973 hasta 1976 y que me parecía fabuloso, tremendamente soberbio.
Mi interlocutor seguía avanzando en sus trece y no dejaba margen para que pudiera decirle de memoria algún verso que acaba a de saborear. Pienso, últimamente, que la poesía hay que aprenderla de memoria, que cuando encontramos un autor que nos desegoice de nosotros mismos, debemos engullirlo en la memoria, tal y como hacía Platón con sus discípulos. Efectivamente, la poesía debe conducir al limo original de lo viviente, debe hablar debajo de los cuerpos, donde el no nombrado amor se engendra siempre.

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La tentativa aparece repetidamente, en demasiadas ocasiones. Todo lo resguardo a nada, porque ningún motivo cognoscible me lleva a leer y a escribir, a amar y a desnudar el roto de los espejos. Ando como el farero de Cernuda, soy más bien materia de lo cóncavo que desespera tras ser su reflejo en lo convexo. Sístole y diástole. Me fusiono en el latido constante de los ventrículos, de ventrílocuos que se convocan en mi palabra y que hablan por mi boca muerta. ¿Existirá algún fragmento sin nombre?
En estos mismos instantes en que lees estas líneas, como en noche silente, sobre campiñas argentadas y aguas, tengo abierto un libro de Leopardi, Cantos, sobre el teclado, abandonada, oscura queda la vida, alzando la mirada; y otro de Lu Ji, Wen fu, justamente al lado, la belleza de las palabras se muestra en la destreza del talento, pero es el pensamiento el artífice que las gobierna. Los estoy leyendo mientras escribo, porque he querido comprobar cómo la lectura es indisociable de los ojos del que mira, -sólo verán tus ojos-, incapaz de ser simultaneada y desvirtuada de su mecánica. Porque, ¿no percibes la cadencia de los versos de Leopardi; no te aproximas con la poesía milenaria de Lu Ji a la más exagerada poesía de la poesía?

lunes, 15 de noviembre de 2010

La plenitud de un poema se alcanza en el vislumbre de su terrena secuencia.



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La extrema luz del rayo fugitivo, la argenteada parábola de la noche, los brotes que cercenan y ensimisman, las presencias distantes y el prodigio de contemplar cada mañana la serena y tácita luz en las campiñas.

domingo, 14 de noviembre de 2010

El mundo en sí es complejo porque cada hombre lo comprende de una manera. Son esas comprensiones las que perfilan las posibilidades del mundo. Si el mundo es unívoco, el hombre debería entenderlo en esa única posibilidad, pero, ¿qué sucede cuando hay diversas formas de ser en él? ¿Implica ello que el mundo en sí sea plural?

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El otro día comentaba con R. que existen temas más importantes que otros. Lo dije convencido de esas palabras porque una mayoría de ciudadanos terminan por conversar sólo de dos o tres temas que se repiten hasta la saciedad. No quiere decir uno que exista gente más audaz o diversa que otra (aunque así lo crea firmemente), con más capacidad para entender la pluralidad del mundo y de sí mismo. Tampoco puede uno decir a las claras que lo común de las conversaciones al uso es el aburrimiento, por repetitivas, cansinas, superficiales. Así visto, evidentemente existen temas más importantes que otros, palabras que nos derivan por otros aspectos que son los que nos deben interesar como hombres, los que nos arrojan luz sobre l que nunca atendimos.
Pero esta sintaxis tan abrupta que utilizo, “deben, tienen, hay, tendríamos” puede conducirme a un adoctrinamiento del que rehúyo, sin embargo. Sólo quiero expresar, en esta tarde de gotas en la conciencia, si es posible que cada interpretación del mundo, por superficial y banal que sea, tenga el mismo valor que las demás. Pienso, de antemano, que no es posible, al igual que no es moral, que el voto de un hombre valga igual que el de otro; como tampoco es posible (según mi criterio) que la obra literaria de cualquiera sea la de Cervantes.
Huyo de los relativismos en aquellos aspectos en los que no ayudan a interpretar y aprehender en su totalidad nuestra conducta. Porque hay pautas en la vida del hombre que necesitan de cierto absoluto que vertebre, al menos, el comienzo de una reflexión. Desde hace unos meses, observo que la sociedad circula por derroteros que nadie ha trazado y que el hombre, cuando se deja a su albedrío, a su torpe e insustancial instinto, termina en el desafuero y la arrogancia. No pueden perderse los límites con las otras formas que ordenan la vida de hombres, porque si estamos convencidos de la nuestra, nos servirá para reforzar nuestra conciencia; pero si estamos en tensión y disputa, nos valdrá para encontrar lo que no hallamos de momento.

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Quizás los versos de T. S. Eliot tengan razón y debamos tener en cuenta que “no pueden/los humanos soportar demasiada/ realidad” y que cuando se pregunta por el hombre, así, en limpio, de lleno, está preguntándose por el universo al completo, porque todo lo que exista ,aun en subjuntivo, parte del individuo. Por eso los versos primeros de Four Quartets, de Eliot, comienzan de forma tan rotunda y explican que el pasado, el presente y el futuro están contenidos entre sí. Y es en el presente donde, o cuando, los tiempos se entrecruzan en una llamarada fugitiva que invade la conciencia torpe del hombre, una claridad llamada ser. Sólo en su cercanía vislumbraremos lo que pudimos ser, lo que alcanzamos en el presente eterno que nos sostiene.

sábado, 13 de noviembre de 2010

Varios días llevo recordando a mi abuelo Juan, amigo del fallecido Marcelino Camacho. Siempre que me dispongo a escribir sobre él, tengo la impresión de que utilizo una pátina demasiado mitificada en estas palabras, pero siento, por ende, una enorme sensación de pérdida por alguien a quien apenas conocí, una desmedida rabia que me recorre cada vez que me comentan algo al respecto de algunas de sus actuaciones hace más de medio siglo: de su carácter, su afán, sus ideales, sus lecturas, su maestría.
Hablaba con el profesor y amigo P.J. sobre las magníficas conversaciones que hubiera podido tener con él, ya que, según analizo de las palabras de mi padre y de mi abuela, “leía todo el tiempo a escondidas, con miedo, como perseguido…”. En la mesa estaban algunos críticos, como Prieto de Paula y profesores, como José Luis Bernal, avezados en el estudio de la literatura. Me sobrecogió, de pronto, entre vinos y viandas, la temerosa avidez de haberlo tenido cerca, de haberlo escuchado conversar, a mi abuelo, al que arrojaron a la calle desde el balcón de un primer piso porque nombró a Miguel Hernández. Por unos minutos quedé ido, como en una morada excluida, de aquellas interpretaciones sobre este o aquel poeta, sobre Baroja o Azorín.
Poco después, cuando los pensamientos fueron abisales señas en la memoria, retomé las enfervorecidas palabras del crítico P.de P. sobre Azorín. Cuando salimos del restaurante, en pleno centro de Cádiz, le dije a solas al crítico y profesor, que había llegado a la obra de Azorín, sobre todo a La voluntad, gracias a Gonzalo Sobejano y a su libro Nietzsche en España. Parecen que estas palabras detonaron en el profesor todas las ganas de charlar que había escondido hacía unos minutos. Y me ilustró sobre unas cartas que le dirigió Baroja a Azorín …y la noche se iluminó y se terció el frío de la madrugada en calor humano y enseñanza, en lección de la experiencia que avivaron la negrura de no haber podido nunca recibir nada de mi abuelo Juan.
En ocasiones, sirve este diario voluble para ensayar con el aliento de algún endecasílabo que se enreda en la prosa contenida de estas confesiones a la nada. Alguna que otra vez, cuando he terminado de leer para corregir, me doy cuenta de que la prosa había adquirido los compases rítmicos de la lírica. Ante estas situaciones, nunca he sabido decidir si debiera haber escrito, por tanto, un poema en lugar de un texto en prosa. He pensado, al respecto, que a lo mejor existen textos prosíricos, liricosáricos, prosalíricos, que comparten y aglutinan las cadencias de las dos convenciones. He pensado en algunas prosas, como la de Proust, y en algunos versos, como los de T.S.Eliot, y he querido que las fronteras se desvanezcan como un iceberg perdiendo sus formas lentamente.
Escribo todo esto porque, hace unos días, cuando estaba en la estación de trenes mientras regía la madrugada, comencé a escribir no sé qué artificio verbal. Estaba totalmente sólo en el apeadero de la estación y comencé a escribir, por primera vez en mi vida, sin tener conciencia de que se trataba de algo que no sabía clasificar. Al principio me sedujo la idea y me guié por la intuición sonora, pero, al tiempo, al cabo de haber escrito algunas páginas en mi moleskine, no supe qué demonios estaba escribiendo. Ahora, toda vez que lo he releído, creo que pertenecen no a un género ni a una convención formal alguna, sino a una concepción de la vida, a una posición vital que se trasluce en la permeable instancia de la literatura.

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Como ese poemilla de Bergamín: “Voy huyendo de mi voz/ huyendo de mi silencio;/[…]me encuentro huyendo de mí/cuando conmigo me encuentro”.

jueves, 11 de noviembre de 2010

Los ojos de W.G. Sebald siempre han encerrado una misteriosa postura alterna en la forma de mirar. Me he detenido a observarlos, porque parecen hundidos en la faz de su tersa y bigotuda cara. El pelo encanecido y el desaire de su porte han significado, en Los anillos de Saturno, una talla anexa a la escritura que se refleja antes de la lectura en cada una de las partes.
Precisamente, ayer volví a abrir el libro de Sebald por puro azar, ya que el libro se cayó desde la balda al estar yo reordenando el caos de volúmenes cercanos. Al recogerlo, quise darle una hojeada, presurosa, sin detenimientos, pero hete aquí que no tuve más remedio que pausarme en una de las fotos que habitualmente incluyen sus libros: era el rostro Roger Casament.
Todo esto hubiera quedado en fugitiva anécdota o en ejercicio ventrílocuo del destino si por la mañana no hubiésemos estado hablando, M. y el susodicho, sobre la novela que acabábamos de comprar de Mario Vargas Llosa, El sueño del celta. M. me preguntaba que, para leer la novela, quizás sería necesario ir tomando alguna referencia del personaje de marras. Yo le había indicado que F.I. había contado en su columna justo lo que había realizado antes de leer la novela, leer a Conrad. Era ese ejercicio el que más me apetecía y el que, sin duda, realizaré a poco que tenga unas horas por delante sin trabas. Sin embargo, tanto insistió M., con excelente criterio, que me pasé toda la tarde merodeando alrededor de la idea. Merodeando hasta que, a la altura de mis pies, se convocó la figura de Casement a través del cedazo de la literatura de Sebald.
Es así como acabo de terminar de leer las páginas que dedica el autor alemán con una fascinación que espera extenderse hasta los territorios verbales del Nobel hispano-peruano. Porque la visión que ofrece Sebald es la de una ensoñación en Sothwould tras ver en la televisión un documental de la BBC sobre Roger Casement. A partir de ese momento, en que el autor queda en un duermevela continuo, toda su experiencia en aquellas tierras queda en la mixtura del documental y la vida.
Cuando penetre en la espesura de la prosa de Vargas Llosa para desentrañar la concepción de las profundidades del hombre, lo haré ataviado del fuego sintáctico de Conrad, pero con la incandescencia imaginativa y profusa de Sebald. No tendré más remedio, por tanto, que dejarme el bigote para poder leer como.
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...y esto se presenta cuando me disponía a leer algunos de lo libros del poeta José Ángel Valente en sus Obras completas. Aunque la lectura de poesía es una lectura en campo a través, de concienzuda estancia en la vida y no de deleitoso y externo artificio. La poesía ahonda desde el prejuicio, predispone desde la conciencia. Es el género literario del ser.
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Ayer cenamos algunos amigos en torno al poeta Ángel García López. De recogida, mientras charlábamos, pude perderme con el poeta por unas callejuelas del centro, a solas, alejados de los otros. Cuando la intimidad se hizo presente, puso sus manos, porrudas, sobre mis hombros. Habíamos hablado de Gerardo Diego (maestro predilecto del poeta) y de José Hierro. Pero fue en ese instante, cuando lo miré y le pregunté por la poesía. Uno, que acababa de leer más de una veintena de libros suyos, esperaba un extenso ajuste poético. Pero el anciano poeta, el alumno de Diego, el amigo de Hierro, el lector empedernido, el poeta de verso inigualable en la música, en el fragor y la estrechez de la noche, sólo me ofreció el silencio más sonoro que he escuchado nunca.

martes, 9 de noviembre de 2010

Esta tarde, al llegar del trabajo, justo en la escalera de la entrada de la casa, me encontré empapado un paquete de correos con varios libros. Era una remesa de libros de poesía. toda vez que hube entrado, pude comprobar que el protector plástico que los envuelve hizo que los libros no terminarán humedecidos.
Después de este episodio, en que M. malhumorada no entendía cómo pueden dejar unos libros así, de esa forma, he comprendido que la palabra es humedad en lo mojado, que es el rastro, en la arena mojada, de los días y que su semblante, su verdadero y tácito semblante es el de la permanencia. No me importó la lluvia, ni la ira repentina por la luvia en el sobre. Hoy, más que nunca, la lluvia era el azote de la claridad.

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Mañana, con el poeta A.G.L. Después de leer los tres tomos de sus obras poéticas completas, creo que puedo, al menos, comentar algunos aspectos de esa experiencia lectora. Lo haré como venido de la palabra, lo haré como un poeta nonato. El verbo, el prodigioso decir del poeta gaditano, es una suerte de proteica alabanza a la palabra. Pocas veces una obra, en su totalidad, me ha dejado un fervor y un beneplácito tan justos y notables. He de anotar, además, en este cuaderno del olvido, que he aprendido con él qué señas poseen las voces nutricias.

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Nada mejor que Wagner para recuperar el espíritu mal avenido de un día aciago. Porque lucho, cuerpo a cuerpo, con la vida, con la intrusa forma y extraña forma de vida que llevo. De esta vida doble, bifurcada, demediada, que me solivianta sólo en lo placentero de lo individual, pero acaso sólo al otro, al otro vacuo y obseoleto de diálogo de sauce.

lunes, 8 de noviembre de 2010

Ninguna palabra clarifica tanto como silencio.

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En las afueras de ti, hallarás tu conciencia.


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Es la voluntad el estado prematuro e individual de la luz. Del ser depende terminar en engendro o en posesión.


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Expúlsate de tu vanidad.


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Dirige la mirada hacia lo adentro, donde los pájaros recorren tu infinito.