domingo, 25 de septiembre de 2011


CUANTO menos tiempo tengo, más breves son mis textos, dicen algunos para justificar la brevedad o la poca producción de las últimas semanas. No creo que haya que justificar en la literatura ni lo breve ni lo extenso, pues hay música tanto en toda la Novena sinfonía, de Beethoven, como  en el Minuetto para chello, de Bach; tanto en El Quijote como en un soneto de Garcilaso, tanto en las pinturas de Nolde como en las de  El Bosco, tanto en la obra de Proust como en una elegía de Rilke.  
No entiende de adverbios cuantitativos la literatura, no es más literaria una obra que otra y menos en un diario. Si hay un cauce de expresión en que el autor puede escribir hoy de una forma y mañana de otra, presentar treinta páginas sobre un caso y al día siguiente dejarlo todo en una palabra, si hay un género en que se conjugan lo más banal con lo más categórico, es el diario. No quiere decir esto que pueda uno escribir como le da la gana  por el hecho de que pueda escribir de todo, pero si quiere encontrar la armonía de la expresión, deberá fluctuar en el pentagrama de la composición con silencios, blancas, corcheas y compases de espera.   
La diferencia está en cómo ha abordado la sustancia, en cómo ha aprehendido el  creador el pensamiento de lo literario y lo ha dejado, en este caso, por escrito. Puede ocupar eso tanto lo uno como lo otro y seguirán siendo todas variaciones de la literatura.
Claro que algunos dicen que en la brevedad la palabra está todo el tiempo en su máximo rendimiento literario, en su expresión sin materia grasa, y que, en las obras extensas, hay distensiones, relajamientos que se recuperan más adelante, después de esas concesiones. Cuando llega este argumento, siempre remito a los géneros literarios. El autor sabrá escoger la convención, el cauce que mejor se amolde a su intención y deberá, así,  conocer sus cualidades para verter, de una u otra forma, su palabra en esa lucha constante que es la literatura. Ahora bien, lo que es inconcebible es que un autor quiera defender que su obra, aun siendo panfleto, boletín u hoja suelta, pretenda ser poesía. En esos casos, la vanidad debe ser abolida ipso facto.  

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EN estos días, he tenido que releer muchas páginas sobre la poesía de Cancionero y sobre el romancero. He leído poemas que nunca antes había tenido la oportunidad de analizar, tanto de poetas de la corte de Juan II como de los Reyes Católicos. La curiosidad me condujo a leer ciertos poemas de la protohistoria de la lírica hispánica que me han conmocionado, pues me llevaron a la lírica provenzal e italiana. Todo estas lecturas, que se dan por realizadas, han sido una corriente de aire fresco entre tanto libro volandero que se publica en estos tiempos.  Cuando  todo ha acabado, me he sentido feliz por ello, pues he comprobado cómo, en la literatura, todo está siempre por descubrir.
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UN no sé qué que quedan balbuciendo…, escribió San Juan. Esto es, un éxtasis, la expresión de lo inefable dicho inefablemente. Aun así, en la lectura de este verso y de otros que han intentado acercase con la lengua a los límites de lo indecible, queda un elemento que convoca a la poesía en su hechura: el ritmo. La cualidad rítmica y musical del poema, y, por ende, del verso, es la que se sostiene incluso cuando el concepto roza en los límites de su reino, cuando el poema parece posarse en l que no tiene sustento. Ahora bien, una musicalidad  que es tartamudeo, ritmo puro, natural, surgido sin esfuerzo ni retorcimiento sin pretender llevar la sintaxis 8como afirman los poetas) a nuevas expresiones. Escuchen este verso en el silencio del bosque.