CUANTO menos tiempo tengo, más
breves son mis textos, dicen algunos para justificar la brevedad o la poca
producción de las últimas semanas. No creo que haya que justificar en la
literatura ni lo breve ni lo extenso, pues hay música tanto en toda la Novena
sinfonía, de Beethoven, como en el Minuetto para chello, de Bach; tanto en El
Quijote como en un soneto de Garcilaso, tanto en las pinturas de Nolde como
en las de El Bosco, tanto en la obra de
Proust como en una elegía de Rilke.
No entiende de adverbios
cuantitativos la literatura, no es más literaria una obra que otra y menos en
un diario. Si hay un cauce de expresión en que el autor puede escribir hoy de
una forma y mañana de otra, presentar treinta páginas sobre un caso y al día
siguiente dejarlo todo en una palabra, si hay un género en que se conjugan lo
más banal con lo más categórico, es el diario. No quiere decir esto que pueda
uno escribir como le da la gana por el
hecho de que pueda escribir de todo, pero si quiere encontrar la armonía de la
expresión, deberá fluctuar en el pentagrama de la composición con silencios,
blancas, corcheas y compases de espera.
La diferencia está en cómo ha
abordado la sustancia, en cómo ha aprehendido el creador el pensamiento de lo literario y lo
ha dejado, en este caso, por escrito. Puede ocupar eso tanto lo uno como lo
otro y seguirán siendo todas variaciones de la literatura.
Claro que algunos dicen que en la
brevedad la palabra está todo el tiempo en su máximo rendimiento literario, en
su expresión sin materia grasa, y que, en las obras extensas, hay distensiones,
relajamientos que se recuperan más adelante, después de esas concesiones.
Cuando llega este argumento, siempre remito a los géneros literarios. El autor
sabrá escoger la convención, el cauce que mejor se amolde a su intención y
deberá, así, conocer sus cualidades para
verter, de una u otra forma, su palabra en esa lucha constante que es la
literatura. Ahora bien, lo que es inconcebible es que un autor quiera defender
que su obra, aun siendo panfleto, boletín u hoja suelta, pretenda ser poesía.
En esos casos, la vanidad debe ser abolida ipso
facto.
***
EN estos días, he tenido que releer muchas páginas sobre la
poesía de Cancionero y sobre el romancero. He leído poemas que nunca antes
había tenido la oportunidad de analizar, tanto de poetas de la corte de Juan II
como de los Reyes Católicos. La curiosidad me condujo a leer ciertos poemas de
la protohistoria de la lírica hispánica que me han conmocionado, pues me llevaron a la lírica provenzal e italiana. Todo estas
lecturas, que se dan por realizadas, han sido una corriente de aire fresco
entre tanto libro volandero que se publica en estos tiempos. Cuando todo ha acabado, me he sentido feliz por ello,
pues he comprobado cómo, en la literatura, todo está siempre por descubrir.
***
UN no sé qué que quedan balbuciendo…, escribió San Juan. Esto es, un éxtasis, la expresión de lo inefable
dicho inefablemente. Aun así, en la lectura de este verso y de otros que han
intentado acercase con la lengua a los límites de lo indecible, queda un
elemento que convoca a la poesía en su hechura: el ritmo. La cualidad rítmica y
musical del poema, y, por ende, del verso, es la que se sostiene incluso cuando el concepto roza en los límites
de su reino, cuando el poema parece posarse en l que no tiene sustento. Ahora bien, una musicalidad
que es tartamudeo, ritmo puro, natural, surgido sin esfuerzo ni
retorcimiento sin pretender llevar la sintaxis 8como afirman los poetas) a nuevas expresiones. Escuchen este verso en el silencio del bosque.