martes, 27 de septiembre de 2011


HE LEÍDO los versos de Virgilio y desde entonces es noche plena;  mis ojos han recorrido las sílabas prendidas de la Divina Comedia; he vivido en Italia, donde la piedra es luz y allí he contemplado la belleza toda reencontrada. He escuchado la música de Bach y también de los salmos y vendavales; he vertido mi espíritu en el terruño de la música y he querido que fuera semilla de luz, respiración unívoca, tratado del alma. Amo, amo como nunca antes lo había ensoñado y es fruto cierto  el corazón latente del amor perpetuo; he sido multitud en la voces ajenas y sigo siendo en los pronombres neutros, mas nunca he confundido la calma profunda de un desierto poblado, pues somos páramo por mor de la palabra, páramo caduco de los sueños talados, resistencia finita ante lo que nos hace verdaderos, infinitud inefable de lo intuido.   
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LLEVO unas semanas sintiéndome nota suelta, imprudencia, estorbo de todo. Mi torpeza es cada vez mayor y mi incapacidad me aterroriza. Apurar cielos pretendo con esta conciencia fiera de mi fracaso, un fracaso anunciado que, de momento, va cumpliéndose como una sinfonía. En cada progreso de la derrota, en cada acto que ejecuto con los marros previstos, se confirma el destino de esta hidrópica falsedad que me habita. Esta pulsión al silencio. A dejarlo todo en blanco, sin palabras, todo contenido en el linaje de la voluntad.