domingo, 4 de septiembre de 2011


Y SOBRE la mesa, junto a la edición azul de los Milagros, de la RAE, descansan Pessoa, Santayana, Manguel, Schiller, Valèry y Leopardi. Santayana trata a Dante, Lucrecio y Goethe como poetas filósofos y les dedica unas sabrosas páginas en que subraya la filiación de la poesía escrita con la hondura de pensamiento. Es lábil la frontera, -ya lo advirtió Machado-, entre la poesía y el pensamiento. Creo, más bien, que no hay fronteras, sino que comparten ese axioma, ese paradigma, ese trópico necesariamente. Toda la poesía, por muy sencilla formalmente que sea, surge impregnada de un pensamiento, no a la inversa. La poesía se sumerge en las aguas del pensamiento, de la filosofía, y cuando viene resplandeciente deja atisbar en ella el salitre resultante de ese contacto.

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LA lección de Lu Ji ,en Wen fu, –que puede extrapolarse a toda la literatura oriental-, consiste en la concepción de la creación literaria no como una segunda creación, como una recreación. No es el poeta un demiurgo secundario que crea ex nihilo, sino que la poesía emerge como el resultado del encuentro entre la sensibilidad del poeta y la armonía externa, natural. Es una comunión extática, de tal forma que, desde la subjetividad, quiere encerrarse la objetividad contemplada. Para ello es indispensable tener conciencia del espíritu interno y externo, de lo móvil y lo extático fundidos en uno.  
A todo esto podemos sumar unas cuantas reflexiones de índole filosófica.  Parangonando estas concepciones de hace siglos con la situación actual, es fácil establecer muchas diferencias. Sin embargo, la más trascendente es el alejamiento del individuo, del poeta, de sí mismo y de la poesía. Los poetas contemporáneos se han alejado de la poesía que está en su interior y fuera de él, porque han preferido desgastarse en los medios económicos, sociales y políticos. Cuando eso ocurre, podemos afirmar, sin miedo a equívocos, que el poeta se pierde para siempre.
Por el contrario, si el poeta tiene plena consciencia de que la obra de arte debe tratar, desde distintas perspectivas, los problemas esenciales del ser humano, estará obedeciendo a lo que Gong Bilan llamaba “la oportunidad de decir lo que se tiene que decir”. Así las cosas, para que el poeta y sus poemas cumplan con ello y la poesía sea esa verdadera transformación, debe emanar de la verdad para sugerir acaso la belleza. Es lo que sucede en Rilke o JRJ, por ejemplo.  
Desde esta concepción de la poesía, es obvio que todas las referencias que se añaden en un poema a circunstancias concretas (como marcas de ropa, bebidas, cantidades numéricas, etc.) son meros accidentes de los que se han desviado, marcas lingüísticas de que el encuentro no se ha producido, sino que solo se expresa lo que el individuo-poeta lleva: por de dentro: nada, lo común, lo no trascendente.
Hay, por tanto una comunión extática entre el poeta y el universo, y el poema es el encuentro de esas dos armonías desarrolladas después de la contemplación y en presencia del silencio. El silencio es el centro del lugar del génesis lírico; el centro,  como dice Chevalier: “es el hogar de donde parte el movimiento de lo uno hacia lo múltiple, de lo interior hacia lo exterior. De lo no manifestado a lo manifestado, de lo eterno a lo temporal, procesos todos de emanación y divergencia donde se reúnen como en su principio todos los procesos de retorno y de convergencia en su búsqueda de unidad”.
El poema es la manifestación de esa unidad.