jueves, 29 de septiembre de 2011


PUDIERA poblarse la Balada N.1, de Chopin, como lo hace el nacimiento del infinito en el paisaje. Es un yermo caro, espeso, que va urdiendo una secuencia de la realidad con la que nunca nos hemos sentido unido, en la que nada puede verse ni nada puede serse. Es una estación total, de confluencias urdidas por una armonía irrevocable. Allí, -si puede usarse este adverbio-, nuestra voluntad queda anulada y solo presiente que algo nos conduce por los cauces intransitados. Interminable, extrema, hondísima es la quietud de ese estado. Es un naufragio deleitoso en que nada se intuye, pero en que todo es poseído. Comunión dinámica desde el centro estático, descubrimiento solemne de la búsqueda. La luz no posee relato.  


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EL poema es el lugar de las apariciones de la poesía.