DE un tiempo a esta parte, comienzo a escribir con un punto
de motivación que, finalmente, nunca se cumple. Es un proceso que nunca antes había tenido tan
constantemente. Incluso dejaba pasar las semanas para que esta grafomanía
cesara por momentos y tuviera el reposo necesario. Escribía y luego tenía la
obligación de borrar, deturpar y vituperar. Ahora sucede al contrario y la
insatisfacción es la misma.
Compruebo que los textos últimos del diario son mínimas
secuencias descriptivas, insinuaciones que casi mueren en su propio decir, a
los pocos segundos de su lectura. Sin embargo, encierran tanto que no
verbalizo...
Esta circunstancia, me ha llevado a releer a San Juan de la
Cruz, ya que no le he dedicado la debida atención desde la composición de El huerto deseado. Esta mañana, ha sido Paul Valèry quien volvió a
recordarme su grandeza al darme un bastonazo por esta falta de atención. En un artículo maravilloso del francés, “Cantiques
spirituels”, publicado en Varieté,
París Gallimard, 1944, mi admirado e infatigable escritor de los Cahiers dejó solucionado el problema
continuo de las poéticas con una sentencia fastuosa: “certidumbres
inexplicables”. Este enunciado fue el que utilizó Valèry para referirse a la poesía
del carmelita y pienso que puede utilizarse para referirnos a todo aquello de
lo que tenemos conciencia plena en otra dimensión que no puede siempre ser
verbalizada, pues si ocurre, pierde y se despoja de su pleno existir.
Así las cosas, bien porque uno se excede en la escritura o
bien porque uno resume y abrevia pensando en esos desmanes, la literatura no
conoce de extensiones ni de análisis cuantitativos. A veces, como le sucede a
uno, tanto lo breve como lo extenso son productos desdeñables, pero, al menos,
entiende que la causa de estas reflexiones continuadas nunca llegará a ocupar
más que la utopía escrituraria, que la secuencia de un juego. Escribe uno por el propio deleite
interno de grafiar la realidad.
No podemos pretender ser testigos para nadie de la belleza que sugiere
la obra literaria, pues como escribió el fraile de Fontiveros: “entréme donde no
supe/ y quedéme no sabiendo/ toda sciencia trascendiendo”. Ese posterior “hacer
quedar no entendiendo”, que es virtud de la belleza y que tiene claros ecos
platónicos, es lo que detona la
filiación de la literatura, -sobre todo de la poesía-, con lo que venimos
llamando lo sagrado.
***
PARA querer ser en la poesía no puede uno querer ser en
nada.
***
HOY he recibido un mensaje de un poeta amigo, E.M.C. Son sus palabras sinceras. Estaban, por lo
demás, cargadas de gratitud y de benevolencia. Esas cualidades se atisban de
inmediato en quien las posee y pienso que E.M. las desprende en cuanto uno
observa su figura de bailarín de cabaret. Me agrada que, sin otras motivaciones,
alguien decida escribirte únicamente para dejarte unas palabras gratulatorias.
Y esto mismo que ha pasado, como en un juego de la taba, desde hace unos meses, me ocurre con frecuencia a pesar de que no participe en esos foros creados ad hoc para que los demás viertan sus
saludos y sus caprichos en forma de egografía complementaria.
Estos actos intrascendentes van adquiriendo cada vez más
importancia en mi vida. Intento observarlos de forma objetiva y pretendo partir
de ellos para establecer otras actitudes de los que vivimos estas décadas. Quizás
sucede eso porque, a pesar de su incredulidad, a veces alguien viene a recordarme
que siguen existiendo los actos de fe. Por este motivo, me identifico con un
poema de E.M. que viene a reincidir en la convicción del poeta en el recogimiento
de la realidad en la poesía. A mí, igualmente, tampoco me asusta la muerte, ni
los otoños, ni los futuros no vividos, sino la desmemoria, porque cuando ese
estado llegue, se habrá establecido el fin de la mortalidad.
***
NO puedo dejar de escribir que el otro día pude observar al poeta JSM afeitado, sentado en un sillón de orejas,con una pierna flexionada sobre uno de los brazos del sillón, con las gafas de sol bien colocadas -unas verdes- y con un libro de Maurico entra las manos. Era tal la situación, que no pude ni saludarlo. Preferí dejarlo en su sometimiento a la palabra. El volumen era especial, parecía todo él una manualidad exquisita, como uno de esos objetos únicos que alguien guarda con recelo. Me mantuve en el quicio de la puerta, como un espía, por unos minutos, y justo cuando sus manos descolocaron las gafas de su nariz y pensaba que iba a dirigirse a mi persona, desaparecí. Comprobé cómo sus ojos se movían como reptiles siguiendo el rastro de las líneas en el papel.