CUANDO muere un poeta importante,
todos los escritores tratan de manifestar un responso que es, más bien, una
proclama de su vanidad, a saber: “Lo
conocí…”, “guardo en la memoria aquella tarde…”. Con estas proclamas, tratan de
mostrar la singularidad de trato que tuvo el poeta con ellos por entonces.
Puedo decir, ahora, que conocí a Tomás Segovia junto a Gonzalo Rojas, Fernández
Retamar o Pedro Lastra y que, en la tarde que recitó, tuvo el detalle de
sentarse con un compañero y conmigo para decirnos, a escondidas, unos versos
que estaba a punto de publicar y que no le parecía correcto sacar a la luz en
aquel recital de viejas glorias. Fue, en esos minutos, cuando le dije que me
comunicara una opinión, que me construyera una semblanza de alguien a quien
admiraba y sigo admirando y que se llama Octavio Paz. Lo único que me dijo fue:
“Siga leyéndolo”, pero nada sobre su vida, nada sobre esta o aquella anécdota,
más bien contrariedad en el rostro del poeta mejicano que, con un español cadencioso,
arrimaba unos versos de arte menor al soporífero verano en Sevilla. ¿Y qué todo esto, qué se hizo?
El poeta puro, verdadero, como
dije ayer seguirá vivo siempre será en su poesía y dejará de haber sido en
cuanto el comité de grillos, al que me he sumado desde la ironía, deje sus
cantes huecos en la luna. Leamos al poeta, “sigamos leyéndolo”.