viernes, 25 de noviembre de 2011


VENÍA conduciendo, por la carretera, sin que ningún otro coche interfiriese en mi camino. Había  una oscuridad profunda, repleta de silencio. Venía pensando en tantas cosas… todas me conducían a la misma desembocadura: con el tiempo me voy dando cuenta de mis pocas destrezas sociales. Tendré que aceptarlo, que aceptarme.  
Uno va haciéndose y transformándose, pero hay una entereza, una unidad que permanece intacta, que permanece incluso en contra de nuestra propia voluntad. Normalmente, a esa entereza la llamamos humildad y honradez. 
La humildad y la honradez terminan acompasándose para completar, dentro de nosotros, una ética: nosotros mismos. Sobre todo la humildad, ese conocimiento de las propias limitaciones y el obrar en la vida de acuerdo a ellas, en la medianía exacta de ese que va a nuestro lado y en quien nos reconocemos. Si ella es verdadera será irreprimible y deberíamos ir tomando conciencia de que siempre será así y de que su lugar en nuestro ánimo obedece a su mandato. La humildad, que había sido en el Medievo una de las grandes cualidades, ha ido laminándose en el mundo contemporáneo.
Así que, aunque la humildad nos sitúe en una encrucijada, que puede parecer confusa e impertinente, no debemos abandonarla nunca. Obrar en la medida de nuestras virtudes, escribir sin el eco que no alcanzamos, hablar con la mesurada tibieza de lo efímero, ver, sentir, escuchar fingiendo lo que somos.