viernes, 4 de noviembre de 2011


LAS mañanas, cuando vienen  grisáceas y se manifiestan con el fulgor de la lluvia, poseen un discurso ancestral. Las contempla uno con una satisfacción mineral, cobijado por las paredes del hogar a sabiendas de que toda su furia, su rabia de húmeda amanecida, no alcanzará más allá de la tierra que golpea.
Aquí, en la plaza del pueblo, la lluvia incesante ha provocado un exilio repentino. La plaza parece abandonada, solitariamente compungida. Estoy dentro de una taberna, tomando un vino de la tierra acompañado por unos hombres, agrícolas, que muestran en sus manos el paso del tiempo. Las venas estampadas como meandros melancólicos se agolpan en unas bastas manos vencidas ya por el desgaste de la tierra. Las observo detenidamente, así como fijo mi atención en las posturas y en las miradas de los señores. Parecen figuras sacadas de una estampa antigua, poseídas por un tiempo detenido, acrisolado de bondad, de una atmósfera goyesca. Allí, parezco un intruso que ha terminado con la algarabía porque todos, absolutamente todos, han dejado de hablar en alto y de cantar cuando han visto que he sacado un cuaderno y he comenzado a tomar notas. Algunos se han mostrado satisfechos con ese gesto y han pensado, supongo, que terminarán formando parte de alguna novela o, al menos, de alguna nota suelta, como es el caso. Miraban cómo escribía y yo los miraba de reojo, de soslayo, de solapa. Cuando he terminado de hacer anotaciones y antes de tomar otro vaso de manzanilla, he levantado el vaso en alto, los he mirado fijamente y les he dicho salud, siempre. Ha sido una épica que, por un momento, me ha llenado de emoción, de una emoción que pocas veces he sentido con esa fraternidad, in vino veritas