LAS mañanas, cuando vienen grisáceas y se manifiestan con el fulgor de la
lluvia, poseen un discurso ancestral. Las contempla uno con una satisfacción
mineral, cobijado por las paredes del hogar a sabiendas de que toda su furia,
su rabia de húmeda amanecida, no alcanzará más allá de la tierra que golpea.
Aquí, en la plaza del pueblo, la
lluvia incesante ha provocado un exilio repentino. La plaza parece abandonada,
solitariamente compungida. Estoy dentro de una taberna, tomando un vino de la
tierra acompañado por unos hombres, agrícolas, que muestran en sus manos el
paso del tiempo. Las venas estampadas como meandros melancólicos se agolpan en
unas bastas manos vencidas ya por el desgaste de la tierra. Las observo
detenidamente, así como fijo mi atención en las posturas y en las miradas de los
señores. Parecen figuras sacadas de una estampa antigua, poseídas por un tiempo
detenido, acrisolado de bondad, de una atmósfera goyesca. Allí, parezco un intruso que ha terminado con
la algarabía porque todos, absolutamente todos, han dejado de hablar en alto y
de cantar cuando han visto que he sacado un cuaderno y he comenzado a tomar
notas. Algunos se han mostrado satisfechos con ese gesto y han pensado,
supongo, que terminarán formando parte de alguna novela o, al menos, de alguna
nota suelta, como es el caso. Miraban cómo escribía y yo los miraba de reojo,
de soslayo, de solapa. Cuando he terminado de hacer anotaciones y antes de
tomar otro vaso de manzanilla, he levantado el vaso en alto, los he mirado
fijamente y les he dicho salud, siempre. Ha sido una épica que, por un momento, me ha llenado de emoción, de una emoción que pocas veces he sentido con esa fraternidad, in vino veritas.