EN uno de los breves poemas que
escribió Hölderlin, titulado “A los poetas jóvenes”, hay dos versos que me han
acompañado, desde antiguo, en este
ejercicio de la escritura poética, dicen así:
“no dejéis la virtud, imitad a los griegos.
A los dioses amad, pensad en los mortales.
[…]
pedid solo consejo a la naturaleza”
Los vuelvo a convocar en el
diario, a escondidas, porque con el tiempo van agrandando su influencia y su
verdad. En este silencio, su relectura ensancha la existencia. Qué lábil fue la
lectura hace unos años, pero qué reconciliación tener consciencia de que estas
palabras, entre otras tantas, van configurando la presencia de la poesía. Qué
belleza tan efímera esta de la palabra, pero que eco más continuo y eterno si
es verdadera y pura.
***
ESCRIBO, escribo estas palabras
mientras escucho a Schubert, El pastor en
la roca, cuyo recuerdo permanece desde que lo interpreté con el clarinete
junto a una amiga soprano y otro compañero pianista. Música, palabra,
naturaleza.
La música es el símbolo que mejor
nos acerca a la naturaleza, a su claridad. La palabra siempre aspira a
espejarse en la música, a participar de su sacro entendimiento. La penetración
en la naturaleza y su claridad depende, para el poeta, de la poesía. Ella calla
y otorga, expone y desestima, sugiere o invalida. Toda claridad es belleza,
pero la poesía somete al poeta a discernir entre los espejismos antes de
alcanzarla, si es que eso ocurre, pues no se fía de él ni de su fuego, la
palabra.