domingo, 27 de noviembre de 2011

HOY la tarde es bella. Cielo grisáceo, la mirada volcada sobre el frío de los ramajes, un libro, otro, la música que invade los sentidos, el fuego meditado del hogar, la palabra consejera de algún amigo que habla limpiamente, el atardecer concediendo la gracia última de la luz y la noche husmeando ya entre los cipreses.
EN uno de los breves poemas que escribió Hölderlin, titulado “A los poetas jóvenes”, hay dos versos que me han acompañado, desde antiguo,  en este ejercicio de la escritura poética, dicen así:



“no dejéis la virtud, imitad a los griegos.

A los dioses amad, pensad en los mortales.

[…]

pedid solo consejo a la naturaleza”



Los vuelvo a convocar en el diario, a escondidas, porque con el tiempo van agrandando su influencia y su verdad. En este silencio, su relectura ensancha la existencia. Qué lábil fue la lectura hace unos años, pero qué reconciliación tener consciencia de que estas palabras, entre otras tantas, van configurando la presencia de la poesía. Qué belleza tan efímera esta de la palabra, pero que eco más continuo y eterno si es verdadera y pura.



***
ESCRIBO, escribo estas palabras mientras escucho a Schubert, El pastor en la roca, cuyo recuerdo permanece desde que lo interpreté con el clarinete junto a una amiga soprano y otro compañero pianista. Música, palabra, naturaleza.

La música es el símbolo que mejor nos acerca a la naturaleza, a su claridad. La palabra siempre aspira a espejarse en la música, a participar de su sacro entendimiento. La penetración en la naturaleza y su claridad depende, para el poeta, de la poesía. Ella calla y otorga, expone y desestima, sugiere o invalida. Toda claridad es belleza, pero la poesía somete al poeta a discernir entre los espejismos antes de alcanzarla, si es que eso ocurre, pues no se fía de él ni de su fuego, la palabra.