PUEDE recoger un diario la
exposición total de la prosa de un hombre, de su pensamiento, sus creencias, acaso
la inquietud que azuza su consciencia. Gracias a este credo, leemos, hoy,
gozosos, a Valéry o a Renard, incluso a Tólstoi. Hay escritores que se valen del
diario para principiar o adelantar los motivos que, en la intimidad,
desarrollan en otras composiciones. Así pues habrá quien diga que la escritura
posee un estado embrionario en un diario y que, a la postre, se vierte más
plena en otra composición. También habrá quien piense que la escritura es
siempre reverencia y fervor, un continuo hacimiento.
Soy de los últimos, pues no
entiendo la creación que amaga, que apunta, que no quede sostenida en sí misma, que cuando brota se sabe inconclusa, que se reserva sin saber para qué y si ello es posible.
Como una alameda verde, -sin que falte, apenas, un color, un aire, un sonido de
pájaro en la rama-, escribir es vivir sin consecuencias inmediatas. En esa
órbita resguardada en la noche, recogida en la música interna que no entiende
de tiempos, solo de orígenes. Escribir es, siempre, comienzo irrenunciable que encierra
otros comienzos, origen que acoge los orígenes todos en la fuga de la
mortalidad.
Un diario no tiene cúpula ni eco,
resuena por de dentro. Ni tiene en su arquitectura el afán de lo público, de
elevar la voz por encima de lo interno. Está muy cerca de la poesía y, si el
diario es verdadero, puro y lo atraviesa el misterio, encontrará las galerías
profundas y los aires altivos en el silencio nutritivo de la noche.
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CUÁNTO me gustaría poder escribir aquí con la caligrafía de las rosas y las violetas, de los sepulcros solemnes de la piedra; cuánto, verter los aromas del "Cuaderno de Leonardo", cuánto...mas soy consciente de la eficiencia de la caligrafía sobre el papel, de su silencio de prodigio. Cuánto, poder escribir con el ritmo soñoliento de la tarde o reflejar, si se pudiera, el resplandor del alma cuando rompe con oro y se desgrana en el centro indudable.