domingo, 13 de noviembre de 2011


SÍ, es el distanciamiento. La otredad, lo ajeno, la corriente alterna, sí, pero sobre todo, de lo escrito. El distanciamiento con el que fui hace años y en el que encuentro muy poco de lo que soy ahora. Es lo que suelo denominar la transformación y permanencia de la literatura. La transformación es el lector, el que escribe, el que lee; la permanencia es la tierra inabarcable de los autores que hicieron y hacen el ser de la literatura.  
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ESTAS inquietudes me han llevado, de nuevo, a Pessoa: “Envidio a todo el mundo no ser yo”.

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TODO es inútil y yo lo siento como tal, preveo que todos los esfuerzos serán angostos y lábiles en esta tarea. Así siento lo vivido ya como un alejamiento y lo que viviré como una enorme distracción. Eso es, distracción de lo fundamental, a pesar de que en estos meses sienta uno un apego a la vida extraordinario, jamás presentido: la vida de otro que soy yo.

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EL “Cuaderno de Leonardo”, comprado en Roma hace ya año y medio, está casi completo. Todo en él son fórmulas esbozadas, abocetados versos que apenas si ensayan una música extraña. Los leo con compasión, pero a sabiendas de sus precariedades. Probablemente, lo tengo ya decidido, cuando complete el cuaderno, que ya cuenta unos treinta poemas, lo dejaré resguardado Y, quizás, al paso de unas décadas, volveré sobre él. Veremos, entonces, hasta dónde era errante.

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POR unos momentos, esta mañana, me he sentido en el Rastro, en Madrid. Sin embargo, ha sido en la Alameda Vieja, en Jerez. M.C. me había avisado de que, arropados por los muros del Alcázar, se expone todos los domingos, en la mañana, un rastro. En cuanto me lo dijo, quise conocerlo.

Efectivamente, encontré algunos volúmenes curiosos, como, por ejemplo, dos ediciones de un autor al que le tengo cariño por diversas cuestiones, Manuel Fernández y González, del XIX. Los chamarileros tienen aquí otro talante bien distinto a los de Madrid, aunque, puestos a regatear, son en el fondo muy parecidos. Por ejemplo, había encontrado una cámara de fotos antigua, que se perfilaba perfecta para nuestro salón y el señor, de bigote pronunciado, comenzó con un discurso chusco que terminó deshaciendo la posible disputa dialéctica. Allí se quedó, como tantas otras cosas, incluido el recuerdo, como aquella máquina de escribir que se replegaba y que se usaba durante la Guerra Civil española y de la que mi abuelo Juan hablaba con nostalgia. Eso es un rastro, un carrusel de presentes perpetuados y a lo mejor, por ese motivo, me siento tan cómplice con su dinámica fugaz y encarnada, real y ensoñada.