EL escritor debe dudar continuamente de su labor. Debe someterse a un juicio persistente sobre su escritura, sea esta en prosa o en verso. Con la humildad de los antiguos y con la mesura de quien se sabe mortal, escribir es un método de conocimiento amparado por la palabra misma; y la palabra es la duda constante. Una reflexión sobre qué escribe y cómo escribe es fundamental para que la metamorfosis de ese pensamiento vaya hurgando y horadando en la sustancia que nos mueve. Habrá que darle la forma adecuada, con las palabras excelsas que trastornen nuestra comprensión y que sobrepasen las nimias circunstancias para incardinarse en el tiempo al que pertenecen las obras que dialogan no con los hombres de su tiempo, sino con el hombre mismo y su perenne mortalidad. El deseo de escribir una obra que perdure y que se convierta en un texto en que volvamos a aparecer como presencias y ecos, sin amarres circunstanciales, tan solo nombrando la claridad desde el centro.