LA corrección me silencia. Ocurre como en el arte de cúchares, cuando llega la última suerte parece que nada ha servido hasta entonces. Leo, releo y no veo brillo ni virtud por ningún lado. Hago el intento de abandonarlo todo y de comunicar que ya nada volverá y que todo es vulgaridad. Durante un tiempo, todas las horas, los días, las semanas parecen haber estado destinados a algo que no me correspondía, por mi empecinado que haya sido. Nunca la otredad se encarna tan vivamente.
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E. anuncia una sinfonía en su llanto. La acurruco mientras suena Wagner y ella acerca su cara a la mía. Cada vez que los metales aparecen en la partitura la impulso cadenciosamente y ella deja que mis manos la hagan bailar, con disimulo, en el aire, para que su cuerpo de luz invada el espacio de la mañana.