A usted, señor, me dirijo para mostrarme vuelto hacia la luz y para convocar las paradojas de la carne y de las fuentes. Vengo a morir al borde de la eternidad y me dirijo a quien entiende el cifrado candor de lo invisible, de lo más palpable en lo interno; a quien muestra su espíritu abierto y luminoso, a los que son rayo de canción, belleza envuelta en espanto, locura de azul y sendero en Trieste. A todos, a ti, señor, que escondes los senderos de la ebriedad y emboscas lo que somos en apariencias y especulaciones. Ya sé que habito en el jardín de Orfeo y percibo mi muerte a diario en el tumulto de mi carne; ya sé que contengo una imagen triste e inmisericorde, pero nada de los demás me pertenece excepto su canción, si la canción es la que se torna desde la antigüedad en transformación y permanencia.
Mas no por ello renuncio a la búsqueda y a la espera: la contemplación de armonía. Si el hombre callara por siempre el sonido de su cuerpo y se escuchara solo a sí mismo, a su bóveda interna, cosmos y cúpula de astros, los llamados poetas morirían de espanto ante su falsedad.
Yo quiero contemplar para ver; quiero las dimensiones de la tierra en mi lengua y los minerales y las encinas brotando de mis brazos. Quiero ser en todo y estar en todo: ser elemental por un instante, como un río de oro caudaloso, como un volcán perenne en erupción. Para mí el verso de Dante: " [...] io che pur da ma natura/ trasmutabile son per tutte guise!, y transmutado en todo ser naturaleza expandida para destilar en mi palabra un testimonio más allá de mis días y mis penurias, porque como afirmó Hölderlin, "lo que permanece, lo fundan los poetas". Con el tiempo, el poeta va tomando consciencia de las dimensiones de la noche en la que vive. Así, las luces que se precipitan sobre el firmamento (el único símbolo de luz en lo alto), hacia las cosas, lo donan los poetas verdaderos; por ese motivo son tan evidentes las señales de la existencia de lo poético.