ESTA mañana, justo al introducirme en la niebla que puebla las lomas de esta campiña, comencé a recordar las lecturas de ayer por la tarde. Quise interpretar la niebla densa como si fuera esa veladura en la memoria que arropa el recuerdo de las lecturas. Con el paisaje densado por la blancura, pude comprobar cómo la realidad esconde y escinde lo que habita detrás de ella, lo que late y percute en lo perenne. La llegada de la luz no es más que la figuración de la realidad, nada más.
De un tiempo a esta parte, he estado releyendo la poesía de fray Luis de León y de San Juan de la Cruz. Cree uno que las lecturas de este tipo de autores ya están realizadas y que, con aquel acercamiento, quedó finiquitada la comprensión de esos textos. Si, como decía Ítalo Calvino, un clásico es una obra que no termina de decir lo que tiene que decir, creo que lo que se establece entre estas obras y los lectores es un diálogo permanente que, si se realiza en silencio, perdura por siempre.
Un diálogo que permanece en silencio y que se renueva, que toma nuevos bríos, cada vez que volvemos sobre los textos. Cada lectura es un reinicio, un nuevo “voltaje” que renace. Con la relectura se humedece el recuerdo último y la palabra brota nueva, limpia, despojada, otra vez, de nuevo. Después de estas experiencias, puede uno volver a leer poesía y a contemplar el paisaje descargado de niebla. Claro está que, al renovar la lectura, nos renovamos nosotros mismos, pues ni escribimos ni leemos siendo los mismos cada vez.